Siempre nos ocupan restaurantes de postín, idolatrados chefs, maravillosas creaciones, ilustres comilones, materias primas de calidad, productos de rechupete… Pero no pueden hacernos olvidar la realidad de la cocina. A mí por suerte hoy me toca soltarles esta parrafada como juntaletras cómodamente sentado, pero mi relación con la gastronomía tiene un origen anterior y mucho más sacrificado y humilde. En realidad, mi primer contacto laboral con este mundo tuvo lugar como "chef" de un McDonald's, pero una inoportuna caída haciendo tonterías adolescentes truncó mi incipiente carrera tras un mes. De allí solo me llevé una quemadura en la mano de cicatriz visible y el mensaje del médico al firmar la baja sobre la importancia de mantenerme alejado de las drogas. No caté ni la precariedad laboral intrínseca a este trabajo en el imaginario colectivo.
Así que mi primer contacto con una cocina de verdad como les decía fue como el de muchos otros: fregando. Allí, grifo industrial en mano, supe de verdad lo que supone trabajar en hostelería y entre bambalinas. Ni concebía el menú ni lo cocinaba, pero míos eran todos los platos finales. A mi derecha una larga mesa de trabajo donde se enfilaban cestas de menaje. A mi izquierda, el lavavajillas de una única cesta para "agilizar" el trabajo. Un poco más allá, la alacena. Por delante un servicio interminable con un millar de personas. Un trabajo en apariencia mecánico y rutinario, pero que como todo tiene sus secretos y trucos que, normalmente, ningún mentor te transmite porque como ya se imaginan, este tipo de trabajos no se lega de generación en generación y más bien se alimenta del brío juvenil. Una maratón de limpieza diaria donde la potencia de rascado, la agilidad durante aclarado y la concentración marcan la diferencia entre salir a tu hora o unas cuantas después. Todos los segundos cuentan.
Desde aquel oscuro lugar era posible apreciar las distintas y particulares idiosincrasias culinarias internacionales. Tampoco es mi intención aquí diseccionar costumbres, hábitos, defectos y perversiones de esos humildes transmisores del patrimonio cultural de un lugar como somos los turistas en un buffet libre, el mejor dibujo posible de una sociedad globalizada. En ese festín infinito que supone ver tu alcance comida en cantidades pornográficas, la gracia parece estar precisamente y de forma incomprensible en comer hasta reventar (o no comer nada) sin remordimientos y sin pensar en las contradicciones de la vida.
Allí, ante el ingobernable calor, los gritos, la mezcla de olores y la exigencia del trabajo compartido, es donde uno puede empezar a comprender de qué va todo esto y de qué pasta está hecha la gente que da su vida a tamaña empresa, poco habituada al discurso pomposo y de manos bien curtidas. Es ahí donde uno puede sentirse parte de un equipo de cocina, saber qué se siente al sacar un servicio adelante, comprobar si realmente eso de las sonrisas del cliente al irse compensa tanto como dicen y entender la verdadera filosofía existente tras esta forma de vida.
Con frecuencia tendemos a personalizar el éxito olvidando por completo el equipo que lo ha hecho posible en un discurso egoísta, falto de todos los matices y carente de verdadero significado. Conviene no olvidar que ese discurso no es posible sin segundos de cocina, chefs de partida, pinches, aprendices… y supongo que también, allí en lo más profundo como interpreta Monique Bingham, el lavaplatos. Quizás de esa manera podamos acercarnos hasta nuestro restaurante y bar cercano y empatizar definitivamente con el noble arte de la restauración como primer paso para dotarlo de la sinceridad y credibilidad que se merece.