En los últimos días del verano un trago del agua del porrón me llevó al viaje inverso que describió Proust. No fue la infancia lo que se me apareció en una tarde calurosa en la alberca de la finca Nayana en Ávila, sino mi pasado más reciente, aunque en ese momento bastante alejado: un restaurante en Madrid que lo primero que sirve es un vaso de agua. Así de fácil, un gesto habitual de bienvenida en la hostelería madrileña. Sin embargo y como ocurre en la buena literatura y en la buena cocina, nada es accesorio.
El agua tenía un toque azulado porque se le había añadido ficociamina, un compuesto de la espirulina, esa microalga tan milagrosa que ahora ya está menos de moda entre los superalimentos. Pero eso es lo de menos. Porque con ella o sin ella el agua tiene el mismo sabor que siempre, es decir, ninguno. Lo importante, sin embargo, fue el vaso. Un vaso de barro cocido. Un vaso que confiere al agua el sabor de aquella que gustaba beberse en el siglo de Oro español, agua fresca con sabor a tierra y a río. Sí, la moda del momento.
Y un trago de aquel vaso de agua lo sentí directo en mi garganta como una declaración de intenciones de quien me lo sirvió, Rodrigo de la Calle, un cocinero que lleva tantas décadas entre restaurantes como yo en el periodismo gastronómico.
“No sé ni cómo he resistido”, es la frase con la que me recibió el chef de El Invernadero, situado en aquel local que antes ocupó el malogrado Sudestada de Madrid. Pero lo dijo sonriendo porque ya gran parte de sus reservas son internacionales y confía estar pronto igual que antes de la pandemia. Y es que, parece que los comensales nacionales, según el chef, aún no terminan de comprender su propuesta o la malinterpretan. Según el cocinero “muchos creen que El Invernadero es un restaurante vegetariano, pero no es así exactamente”. Y yo me pregunto qué pasaría si lo fuera. Ahora aplaudimos al Eleven Madison Park de Nueva York que ha reabierto tras el confinamiento por la Covid-19 eliminando carne y pescado de su carta. Pero en España no solo el presidente del Gobierno entiende que para comer bien hay que meterse un txuleton, sino muchos de los “críticos gastronómicos” e “influencers” también (solo hay que mirar el timeline de sus redes sociales para apreciar la colección de chuletas, filetes, chuletillas y chuletones).
En El Invernadero, al contrario, han entrado en sus menús la carne y el pescado. Entre los platos con pescado recuerdo las Vainas con demiglace de seta y huevas de salmón y el Salmón salvaje de Alaska con escabeche de zanahoria (una combinación espectacular). Pero su cocina sigue siendo “gastrobotánica”, un concepto propio de este chef involucrado en la investigación de frutas y hortalizas y sus usos culinarios, que ahora lo ha llevado a trabajar en bebidas fermentadas de baja graduación para acompañar sus platos: Hidromiel, sidra de hibisco, aperitivo de apio, sake de manzana verde y espumosos de jazmín y de saúco, inspirado éste último en la maestra de esta bebida, la cocinera catalana Iolanda Bustos.
Si esta fuera una de esas habituales críticas gastronómicas daría mi juicio sobre cada creación por orden de desaparición, pero como solo es un cuento de verano, les hablaré únicamente del plato “imbatible”, el que va directo al corazón: una tartaleta de apionabo. Es el postre y en él se encierra la sabiduría de quien trabaja con pasión los vegetales, más allá de los “top gourmet” aceptados por la hostelería de ticket alto como los guisantes lágrima, las alcachofas o los espárragos.
El humilde apionabo —esa raíz irregular, rugosa y otoñal— se convierte en este postre en un cremoso bocado que desbancaría a cualquier tarta de queso que se le pusiera por delante. En definitiva, el orgullo de quien se crió en el campo jienense y se convirtió en cocinero sin saberlo después de morder un tomate recién arrancado de la planta. Y es ese vaso de agua con sabor a barro, el que recuerda al que se sienta a su mesa que su Ítaca sigue siendo esa casa de campo de Jaén, en la que imagino el porrón cerca de la alberca, bajo la higuera.