En mi ciudad sobrevive un deporte tradicional, A Chave, que, aunque se juega aún en algunas otras zonas, tiene en Compostela uno de sus núcleos duros. Resulta interesante porque, en una Galicia en la que otros deportes tradicionales como los birlos (o bolos celtas) han ido retrocediendo, la chave compostelana parece haberse hecho fuerte.
Más allá del interés cultural de esta actividad, la chave me interesa por todo lo que cuenta sobre la gastronomía y cómo esta se relaciona con todo lo que tiene alrededor. Porque, aunque una partida de chave no tiene ninguna implicación gastronómica, se me ocurren muy pocos ejemplos de actividad que estén tan íntimamente relacionadas con ese ámbito.
A Chave es un deporte de puntería. En Santiago consiste, resumiendo mucho, en derribar una pieza metálica pesada lanzándole fichas, también metálicas, por turnos. Se juega por parejas, aunque hay modalidades individuales o de equipo. Pero lo más importante es que se juega prácticamente siempre a la puerta de las tabernas.
Si no conoces la periferia de la ciudad seguramente no habrás visto nunca una partida. Sin embargo, en cuanto te alejas del centro y te mueves por esas zonas de urbanismo diseminado en las que las casas están separadas por fincas cultivadas o por pequeñas manchas de bosque, es muy fácil que antes o después escuches el tintineo de las piezas, de medio kilo y lanzadas desde 14 metros, golpeando la chave.
Es un sonido inconfundible que suele guiar hasta la puerta de un bar o de una taberna, lugares que siguen siendo hoy, como lo fueron tradicionalmente, puntos de encuentro de una población dispersa. A las tabernas se va a tomar algo, a ponerse al día, a reencontrarse. Y, en los barrios compostelanos, a jugar a la chave.
Hay once equipos en la ciudad y los once están relacionados con tabernas. Si los colocas en un mapa puedes rodear el casco histórico saltando de bar en bar. En Lermo, en A Rocha, En Vite, en Mallou o en Santa Lucía es fácil que el golpeteo metálico te guíe hacia ese lugar en el que un par de veces a la semana se entrena y, de abril a octubre, se juega la liga.
Durante el verano bajamos con frecuencia a un bar no muy lejos de casa. Los fines de semana, mientras el centro bulle de turistas siguiendo paraguas amarillos o buscando su mariscada por un precio asombrosamente bajo, aquí, a poco más de un kilómetro el ritmo es otro. Las tapas son las de siempre, los precios son más ajustados y, si tienes suerte, puedes hacerte con una mesa fuera, frente al campo da chave, y asistir al torneo.
Los jugadores suelen tener sus consumiciones al borde del campo. Normalmente no son ya cuncas, aunque hasta que hace un par de años cerró el mítico Muiño de Lermo lo eran con frecuencia. Pero junto a las cervezas o a las copas de vino abundan las tapas tradicionales de cortesía, otro compostelanismo que sobrevive aquí al margen de los escuálidos cuencos con media docena de aceitunas que abundan en zonas más céntricas.
Porque el campo y la partida son solamente una parte de la foto. Las otras parejas esperan. Huele a zorza, a tortilla recién hecha, a veces a callos. La gente del barrio se acerca y se encuentra aquí. El camarero sale y hace una ronda repartiendo pequeñas porciones de empanada entre las mesas. El equipo se prepara, porque mañana la Parrillada Bariloche juega contra Casa Mallou por una plaza contra Mesón El Puente.
Y aunque hay un campo municipal, la actividad suele concentrarse en estas pistas, a veces improvisadas, poco más que una franja de tierra pisada en un descampado, junto a las tabernas de barrio. En el campo público, en medio de un parque, no ponen vinos y tapas, no viene la gente a ver la partida mientras se toma algo. Y eso, el encuentro alrededor de la partida y la gastronomía de pequeña escala, es lo que sirve de nexo entre todos los elementos, lo que acaba por dar sentido a todo.
El hilo gastronómico no se agota ahí. Los premios, al contrario de lo que ocurre en otras modalidades deportivas, están en la misma línea. En el último torneo al que asistimos, el equipo ganador se llevaba una cabra, una especialidad culinaria de la periferia compostelana. Los segundos, un queso zamorano. Para los terceros había unas botellas de vino.
Sólo el día de la final se abandonan los bares. Desde los años 60 se juega -o se jugaba, no sé si con la pandemia han cambiado las cosas- en día de la Ascensión, una de las fiestas mayores de la ciudad, en la carballeira de Santa Susana, en el corazón del parque de la Alameda, donde se instalan las carpas de los pulpeiros por detrás de las atracciones de feria. La victoria se celebra allí, entre platos de pulpo, raciones de carne ao caldeiro y vino de Barrantes en cunca, la tradicional taza de loza blanca en la que servían los vinos en las tabernas y que ya apenas no se encuentra fuera de las tabernas de la periferia.
No se juega por una medalla o por un trofeo y no se juega en un polideportivo: la chave se disputa con frecuencia esa cabra, un emblema de la gastronomía local, y lo hace en las tabernas. Al acabar la partida continúan los vinos y las tapas. Y, si lo que se ha jugado es la final, se sigue con pulpo, con churrasco, con queso con membrillo y licor café.
La gastronomía de siempre, se entrevera así en el día a día, se convierte por unas horas cada semana en el centro de la vida del barrio y mantiene viva la tradición de una ciudad que, en su zona centro, corre el peligro real de convertirse en un Eurodisney para peregrinos que se quedarán, con suerte, dos noches.
Se me ocurren pocos deportes más civilizados que este.