Mi abuelo y yo a veces nos llamamos por teléfono. Lo hacemos para hablar de queso. Es un tipo de relación nueva e inesperada de la que acabo de darme cuenta, aunque lleva tomando forma ya un tiempo, y que me parece fascinante.
Mi abuelo tiene 90 años, enviudó hace no demasiado y vive con una de mis tías en un ayuntamiento de la periferia, suficientemente cerca como para pensar que, en realidad, está ahí al lado; suficientemente lejos como para estar del otro lado de esa línea entre municipios que en este 2020 se ha constituido en una frontera tantas veces insalvable.
Mi abuelo fue pianista. Estudió en Santiago para pasar luego a Madrid y después a París y a Roma, donde nació mi madre. Esa trayectoria, que continuó hasta los años 70, cuando dejó de viajar por medio mundo para dedicarse a la empresa familiar, abrió puertas casi inimaginables para un chico de una pequeña ciudad en la España de los primeros años 50. Algunas de esas puertas, lo entendí con el paso del tiempo, fueron gastronómicas.
Asomarse a Europa desde aquella posguerra nuestra tuvo que ser un shock en casi cualquier aspecto de su vida, pero lo más interesante, al menos en lo que a mí respecta, es que lo fue también para los que vinimos después. Parte de mi afición gastronómica y de mi curiosidad cultural vienen de ahí, estoy convencido. De los vinos, los menús y los restaurantes que probé a través de sus recuerdos, de una conciencia casi palpable de que hay todo un mundo ahí fuera al que hay que enfrentarse con una visión abierta.
Viene también de momentos y actitudes mucho más tangibles. De que él se empeñase en que probara tal o cual plato cuando nos llevaba a un restaurante; de los quesos, los vinos o las chacinas que había siempre en su casa. Mucho de lo que soy hoy se lo debo a eso. Y a mi carácter glotón y curioso a partes iguales, pero ese es tema, si acaso, para otro día.
La cuestión es que, por lo que sea, la relación con mi abuelo se ha ido haciendo más próxima en estos últimos meses. Siempre ha sido un amante del queso, otra cosa más que compartimos, así que durante el primer confinamiento le dije que se pusiera en contacto con un amigo, propietario de la tienda de quesos más interesante de Galicia, para que le mandara cosas a casa.
No sólo lo hizo sino que se ha convertido en cliente asiduo, mantiene frecuentes charlas con el quesero y, como efecto secundario, hemos empezado a llamarnos más. La primera vez fue para darme las gracias y comentarme lo mucho que sabía mi amigo y lo bien que se explicaba. La segunda fue para comentarme alguna pieza más que le había llegado.
A partir de ahí seguimos. Las pocas veces que he podido salir de viaje desde entonces he vuelto con quesos de aquí y de allá que le hago llegar. Algunos le gustan más que otros, pero todos dan pie a una conversación sobre qué es tradicional, sobre qué está pasando en el mundo del queso o sobre el valor de elaboraciones recuperadas.
Y de pronto me doy cuenta de que el queso en concreto del que hablemos ese día es lo de menos. Es la charla, es saber que compartes interés por algo capaz de saltar generaciones. En esto, como en tantas cosas, él tiene una formación y yo otra. Son épocas y circunstancias diferentes. Pero la curiosidad, las ganas de aprender y las ganas de reír, incluso en una época tan poco dada a la sonrisa como esta, están ahí.
Es curioso, porque a él le gustan el fútbol y los coches, cosas ambas que a mí me aburren profundamente. Yo, por mi parte, tengo aficiones como la arqueología o las salidas al campo que, hasta donde yo sé, a él nunca le han interesado. Y, sin embargo, cualquier día, en el momento más inesperado, nos encontramos hablando de un señor de Fuente Obejuna que cría ovejas en una dehesa por la que puedes caminar durante horas sin escuchar el ruido de un motor. O de un queso que él compraba en París y que me va describiendo para ver si conseguimos recordar cuál era mientras hablamos de quién se lo descubrió, dónde lo tomaban y en qué barrio estaba la tienda donde solían encontrarlo.
Los quesos de ahora ya no saben como los de antes, los de cabra no son los que más me gustan, te va a llamar mi hermano, porque le mandé uno de esos quesos que me recomendaste y no entiende nada, así que ya le explicas tú… Hay temas recurrentes que, sin embargo, van llevando a otros, a otros recuerdos y a otras historias, que se van entreverando con las noticias del día en la charla y que suelen tenernos entretenidos un rato.
No hace mucho le traje unos quesos de pequeño formato, una elaboración de una conocida quesería asturiana, que estaban todavía muy frescos. Pues los guardó en el frigorífico y me fue llamando, semana a semana, para comentar la evolución. Y si él no llamaba, era yo el que cogía el teléfono para preguntar. Así nos hemos pasado los sucesivos confinamientos.
Hoy le hice llegar un trozo de un queso zamorano y de otro asturiano. Mañana los recibirá, a través de mi madre. A ella le fui adelantando algunas cosas: “Dile que está hecho con leche cruda de oveja churra…”. No me dejó terminar: “Ya te llama él. Que es lo que más le gusta”.
Antes del fin de semana estaremos hablando de ellos, de quién los hace, de por qué ese queso y no otro. Esas charlas alrededor del queso se han ido convirtiendo, sin que me diera cuenta, en uno de los pocos recuerdos amables de estos meses extraños. Y han podido darse, entre otras cosas, porque el momento que atraviesa el mundo del queso es el que es, porque compartimos una curiosidad hacia la gastronomía que va más allá de si algo es más o menos apetecible. Porque ambos creemos, al final, que la gastronomía es algo sobre lo que se piensa y se habla. Creo que esa es otra de las cosas que aprendí de él hace ya tantos años que ni lo recuerdo.