Ocurría antes, pero no se hablaba de ello. Una ventana que quedaba por siempre abierta. Una vía de tren con dirección a ninguna parte. El blíster de pastillas equivocado. Una madre. Un anciano. Una adolescente. Un inmigrante. A todos nos han hablado de, hemos conocido a, hemos pensado en… alguna vez.
Hay también quien lo intenta gradualmente. Lo de desaparecer.
J. (que podría ser todas o cualquiera) me cuenta pantalla a través que le escuecen los nudillos. Que no importa cuánto alterne los dedos. Índice y corazón de la mano derecha primero. Corazón y anular después. El relevo de la izquierda en un nuevo intento de alcanzar otros recovecos de su epiglotis.
De dinamitar la cueva.
Es solo entonces cuando llora. “En cualquier otro momento no podría”, me dice, “aunque quisiera”. Y es que con cada arcada segrega lágrimas, su abreviatura del llanto. A cada náusea le sigue otra. Después, un escupitajo de saliva apuntalada con los restos de galletas que ha burlado del armario.
Llevamos dos meses de pandemia. J. me habla desde un encierro dentro de otro que podría multiplicarse en un mise en abîme eterno. La pantalla, una fisura desde la que me explica que en cada lodo que expulsa esputa también una tristeza, un nuevo terror adulto. Que le late el corazón muy fuerte. Y que después llegan unos segundos de paz. Un silencio sordo. Un consumirse despacio, sin vértigo.
Ocurría también antes y no se hablaba de ello.
“Todos hemos estado tristes alguna vez, pero quizás nunca antes ha habido tanta gente triste al mismo tiempo”, escribe Nuria Labari en una de sus columnas en El País. ¿Caminábamos todos con la cabeza gacha sin saberlo? ¿Acaso nos centramos tanto en el lobo que acechaba tras la puerta que no vimos al que ya habitaba con nosotros? ¿Era y es la depresión una pandemia más que silenciosa, silenciada?
Los manuales de estilo de diversos medios de comunicación recomiendan que los suicidios solo se publiquen cuando se trate de personas “de relevancia” porque, dicen, “la psicología ha comprobado que estas noticias incitan a quitarse la vida a personas que ya eran propensas al suicidio y que sienten en ese momento un estímulo de imitación”. Sin embargo, alguien debe hablar de lo que le ocurre a J. y de lo que les está ocurriendo a tantas otras letras del abecedario.
Las cabeceras comienzan a hacerlo. Es un elefante en el salón. La pandemia ha allanado el camino para que las tristezas, porque no hay solo una, dejen de ser tabú. Las que se asoman al vacío, las que se tragan, las que se vomitan a un inodoro. Lo que me lleva a preguntar: ¿Es J. un tema para el periodismo gastronómico? ¿Lo son los trastornos de la alimentación? ¿La violencia machista en las cocinas? ¿La explotación en hostelería? ¿Nos corresponde a nosotros ser quienes abran la puerta al lobo, no para que entre, sino para que salga?
En su artículo Consider The Food Writer, el ya desaparecido Josh Ozersky reclamaba ya en 2014 un periodismo gastronómico que se fijara en el hambre, en la diabetes, en comer compulsivamente, en la obesidad y sus consecuencias – “dificultad para respirar, frustración sexual, sudores, tiendas de ropa de mierda, viajes frecuentes al baño, viajes poco frecuentes al baño y humillaciones diarias”, enumeraba por experiencia propia. “No encontrarás nada de esto en la corriente contemporánea del periodismo gastronómico”, concluía.
Crecen los brotes verdes cuando hay portadas que muestran que España está en terapia, cuando la revolución humana protagoniza un congreso gastronómico, cuando alguien como Remedios Zafra remueve a un auditorio lleno de cocineros. La pregunta de si nos corresponde o no parece ya irrelevante. Por imitación también aprendemos a caminar. Y la información “quizá no modifique la realidad”, como escribe Labari, “pero sí cambia la forma en la que nos relacionamos con ella”.
Y es que las palabras consolidan. Y no se hablaba de ello.