Dicen que vas teniendo una edad cuando recuerdas haber leído algo, pero no eres capaz de recordar la fuente. Santiago Rusiñol medía las distancias en tabernas. Llevo días intentando recordar, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, dónde lo leí.
- ¿Cuánto hay desde Sitges a Vilanova?
- Pues habrá unas siete tabernas.
Pienso estos días, al hilo de los cierres, los confinamientos y las restricciones y descubro, sin demasiada sorpresa, que yo también hago algo parecido, que mi geografía íntima es gastronómica y que es uno de los últimos lugares en los que sobreviven algunos de aquellos nombres y de aquellos itinerarios.
Puedo recordar perfectamente el camino desde Boiro, donde pasaba el verano, hasta la playa de Carragueiros, por ejemplo. Desde el centro del pueblo bajabas, por el Oasis hasta el bar O Cuquiño (o do Cuquiño sí que é bo viño) y seguías pasando por delante de la de Adolfo. Algo más allá justo al pasar el campo de futbol, estaba el Meu Lar.
Un poco más allá, en la bifurcación, tenías que irte a la derecha, por delante del que conocíamos como O Tascucho (no sé si alguna vez tuvo otro nombre), porque si te ibas por la de la izquierda acababas en la taberna de A Pedra da Bouza.
Seguías un rato por la carretera, luego, hasta el bar Pataqueiro. Desde allí tenías a tiro de piedra el Jopi. Y de ahí a la playa ya no quedaba nada.
Ninguno sobrevive, así que tampoco lo hace ese itinerario. Puedo seguir yendo de un punto a otro haciendo el mismo trayecto, pero el camino es otro. Ese mapa existe ya solo en la memoria de los que, como decía, vamos teniendo una edad. Y con él, buena parte de nuestra historia gastronómica.
La gran gastronomía, la así considerada, tiene más opciones de permanencia. Se ha escrito sobre ella, hay fotos, algunos conservan los menús impresos como un objeto de coleccionismo y últimamente ha conquistado una presencia mediática que le asegura una cierta pervivencia -no sé si la deseada, no sé si siempre la correcta-. La otra, la gastronomía chica, la de diario, se pierde cuando cierra sus puertas. O, como mucho, cuando olvidamos los que aún la recordábamos.
Por eso tenemos que esforzarnos en que permanezca. Por eso hay que escribir, fotografiar, dibujar. Hay que guardar servilletas y sobres de azúcar, mecheros - ¿aún se hacen mecheros con el nombre del bar?- porque la historia de la gastronomía, aquello que explica cómo comemos y cómo nos relacionamos alrededor de la comida y de la bebida está ahí, en nuestra memoria, esperando a desaparecer si no le ponemos remedio.
Mi geografía de los lugares desaparecidos pasa por la taberna que había en el puerto de Corrubedo, la de la madre de Nardita, que hoy tiene el supermercado. En la roca que había delante de la puerta comíamos bocadillos antes de ir a ver la puesta de sol al faro.
Pasa también por restaurantes y por platos que no volveremos a probar: el reo al horno de O Arco (Cambados), la lengua estofada de aquella casa de comidas en un primer piso en la plaza del ayuntamiento de Ponferrada. Ahora hay allí, en el bajo, un local de kebabs. Roberto, Casa Pardo, Pandemonium, El Mercadito, Acio, Alborés, Toñi Vicente, por la antigua Tacita de Plata, el Chipén, el Raitán. Y llega hasta aquellos locales a los que nunca fui, pero que alimentaron mi mitología gastronómica a través de los recuerdos de mis padres o de mi abuelo: El Asesino, Casa Castaño, El Coral, las patatas fritas del Avenida y tantos otros.
Son la base, la hoja del mapa sobre la que voy añadiendo puntos. En mi caso son estos, pero cada uno tiene los suyos. Lo importante es no olvidar, recordar que junto a aquellos que pasarán a la Historia, con esa mayúscula injusta, hay muchos otros que se olvidarán, como se ha olvidado a tantos otros antes, si no lo evitamos.
Corremos el peligro, si no lo hacemos, de convertir la gastronomía en una sucesión de nombres, repetidos hasta el aburrimiento, que carecerán de sentido al no estar acompañados de lo que pasa por debajo de ellos, en esa escala menos mediática pero mucho más vivida. Existe el riesgo de que ocurra como ha ocurrido lamentablemente en tantas clases y libros de historia en los que, mientras nos entreteníamos en memorizar los secretos de alcoba de las grandes casas o los pormenores de batallas que nunca nos afectaron, la otra historia, la de pequeña escala, la del día a día, la más inmediata, la que acaba por conformar nuestra realidad, se nos escapaba para siempre entre los dedos sin que nos diésemos ni cuenta.
La gastronomía es ese mapa en el que aparecen los grandes nudos de carretera y las principales ciudades, por supuesto, pero también el sinnúmero de aldeas, los cerros que modelan el horizonte y los caseríos aislados que acaban, sumados, por definir el paisaje de un modo mucho más importante que un castillo o que una catedral.
Es nuestra memoria, la de las experiencias memorables y la de las cotidianas. Y es responsabilidad nuestra no solo preservar ese mapa sino enriquecerlo con cada pequeño detalle topográfico para que nuestra historia gastronómica no se convierta en una sucesión de titulares tan llamativos como reduccionistas.