Esta tarde he horneado un bizcocho. Es domingo, y me gusta que los domingos la casa huela a dulce, a pesar de que no soy muy golosa, nada en realidad. Para que te hagas una idea, mi nivel disfrutón del dulce es de un 99% cacao. Pero aún así, disfruto como una niña cocinando bizcochos, dulces, muy dulces, para que todo se impregne de ese mismo aroma avainillado que cuando lo hacía los domingos en casa de mis padres.
De nuevo, la nostalgia vinculada al maravilloso mundo de la cocina. ¿Por qué será que los fogones pueden sacar lo mejor de ti cuando menos te lo esperas?, ¿por qué una receta improvisada es capaz de subirte los ánimos de un plumazo y arreglarte hasta el día más insulso y apático?, ¿qué súper poderes ejerce la repostería casera que es capaz de atraparte en una burbuja donde no pasan las horas? A mí me pasa, esta tarde, sin ir más lejos. Con el bizcocho bien repleto de azúcar, chocolate y vainilla. Con la temperatura de la cocina a bastantes más grados que el resto de la casa; con el hocico de Nico (mi goloso y adorado perro) asomando por la puerta, curioso y ansioso por saber si eso que olía tan bien pensaba compartirlo con él.
Él es otra de las razones por las que la repostería se convierte muchas veces en mi mejor medicina; sí, Nico. En fin, supongo que quien tenga o haya tenido mascota me entenderá cuando digo que la mirada de tu perro llega como la mejor medicina posible justo cuando más lo necesitas. Te sienten, te entienden y empatizan contigo. Te animan incansables a que te rías sin querer, a que les acaricies sin ganas y a que levantes el culo de una vez para hacer eso que tanto te relaja un domingo por la tarde: la cocina, los bizcochos.
Le dices que no, pero él no aparta su mirada de la tuya haciéndote saber que está ahí, que su hocico y su rabito feliz piensan pegarse a ti como una lapa toda la tarde, en la cocina, claro. Sabe que al final del día la recompensa será brutal. Para mí y para él. Sabe que al final tú también moverás el rabito, feliz, agradecida.
Los dos salimos ganando gracias a algo que, desde bien pequeña, me ha calmado la ansiedad y levantado la moral, la repostería. No importaba qué hora ni día de la semana fuera; los ingredientes básicos para hacer una receta dulce siempre estaban ahí, dispuestos en perfecto orden a convertirse en un salvavidas para mí: tarta de queso a mi manera, bizcocho de naranja o coca de llanda con el truco de las medidas del yogur, torrijas con el pan duro que siempre guardaba mamá, tiramisú con los bizcochos de soletilla de la merienda, galletas con bien de chocolate y mantequilla, magdalenas rellenas de lo que fuera...
Esto de niña, y esto ahora también. A mí la repostería me da la vida, pero no en el paladar, sino en algo para mí más reconfortante y sanador: en el proceso de preparación de los ingredientes, en las manos sucias y la cocina hecha un desastre, en ese olor del que te hablaba, en las caras de felicidad de quienes prueban mis dulces, y sin querer, en la mía también.
Pero sobre todo, en la mirada de Nico cuando el trabajo ya está hecho y la cocina y yo descansamos. En esa sensación de haberle hecho caso. Cuánto amor nos dan, cuánto tenemos que aprender de ellos y cuánto saben; hasta del poder que los fogones tienen sobre los humanos saben.
Por mí, por él, por mi salud mental, por la preservación de la repostería casera, por el olor, por pasar más tiempo conectada con la cocina de casa, por lo que sea, sigamos encendiendo los fogones, dulces o salados. Siempre hay una razón, y esa razón no siempre viene del paladar.