Durante años, hasta que la actual pandemia nos situó en una pausa indefinida, trabajé con turistas australianos. Turistas con interés en la gastronomía, para ser preciso. Durante años fui, junto con Anna, mi compañera, el experto local, su puerta de entrada. Éramos los encargados de introducir a esa gente llegada del otro lado del mundo en una cultura, de prepararlos de algún modo para que entendiesen lo que iban a ver y a probar en las semanas siguientes.
Recogíamos al grupo en Bilbao y, a lo largo de algo más de dos semanas, recorríamos el norte peninsular, saltando del País Vasco a Navarra, La Rioja, Castilla y León, Asturias y Galicia, caminando al borde de acantilados y ascendiendo puertos de montaña, atravesando trigales en la meseta y recorriendo hayedos en la Sierra de La Demanda.
Y a lo largo de ese tiempo, esa gente, normalmente viajada, razonablemente culta, con experiencia previa en Europa y seguramente también en España, se encontraba con una realidad que no era ni la que conocían ni la que les habían contado. La cocina de ese país que estaban recorriendo no era paella, jamón, pan con tomate y gazpacho. Aquello no se parecía a Barcelona, Toledo o Granada.
Ni Rick Stein ni Jamie Oliver los habían preparado para lo que se encontraban a diario. La cocina mediterránea que les habían contado -mucha albahaca, mucho ajo y mucho aceite de oliva, seguramente también muchas guindillas y bastantes hierbas, en un batiburrillo italo-latino-provenzal de lo más vistoso- no encajaba con lo que veían por el camino. Un mercado en Logroño, una cena en Burgos, tapas en León, sidrerías en Oviedo, una casa de comidas en las montañas cerca de Grandas de Salime.
Intenta encajar eso con el tópico de la dieta mediterránea, del sol, el sur y lo que por ahí fuera entienden como cocina y cultura españolas. No hay Quijote ni molinos; no hay gente tocando la guitarra en cada esquina, por la mayoría de los pueblos ni siquiera llegó a pasar Hemingway. Ni un toro a la vista. ¿Dónde está la cocina española que nos habían contado?
Y así llegamos, al menos un par de veces al año, a Galicia. A primeros de junio y mediados de septiembre, normalmente. Es decir, niebla y fresco por la mañana, rocío, temperaturas que algunos años no superan los 18º a mediodía; caminos llenos de barro, helechos que te mojan la ropa al pasar. En las tiendas, en lugar de las granadas, los dátiles y los higos que habían visto en el documental de viajes se encuentran con manzanas; las tapas no son de pescadito frito sino que les sirven pulpo, lacón y xoubas. A los lados del camino no crecen alcachofas y albahaca sino berzas, repollos y nabizas. Y los vinos. Cada año, todos los años, les explota la cabeza. Si les miras a los ojos casi puedes ver el momento en el que ocurre. Es precioso.
Me pasó lo mismo unos años antes con un equipo de grabación con el que colaboré. Eran australianos, también, y el programa seguía el recorrido del cocinero Jock Zonfrillo, hoy uno de los jueces de Masterchef en aquel país, por algunas cocinas remotas y desconocidas del mundo: islas del Pacífico, Etiopía, Centroamérica, las islas Faeroe... Y Galicia. Primer baño de realidad.
¿No era la cocina española una de las más conocidas-valoradas-respetadas-imitadas -envidiadas-copiadas del mundo? Pues ahí estaba yo, con unos percebes en la mano, explicándole las cosas a un cocinero que me miraba igual que unas semanas antes miraba a alguien en el Amazonas mientras sacaba larvas gigantes de algún árbol caído para cocinarlas en los rescoldos de una hoguera.
Todo eso me ayudó a darme cuenta. Vivo en una ciudad que está más cerca de la costa de Cornwall que de la Costa Brava. La leyenda cuenta que cuando el rey Breogán se encaramó a la Torre de Hércules, en lo que hoy es A Coruña, lo que vio a lo lejos no era el Cabo de Gata, qué va. Ni Mallorca: era Irlanda. La realidad a mi alrededor no tenía demasiado que ver con lo que me habían contado, con lo que había asumido como cierto ni con lo que repetimos a los demás sin cuestionárnoslo.
Esa era la clave que les faltaba. La historia de mi cocina, de cómo aquí, en esta parte del mundo, nos relacionamos con los alimentos. Una historia que, al igual que en el resto de los territorios que atravesábamos cada año en el viaje, es mucho más intrincada de lo que podemos acomodar con facilidad en esos esquemas que hablan de cocina española y de dieta mediterránea.
Vivo en un lugar que puede explicar su cultura gastronómica a través del pan. Por un lado está el pan blanco, que tiene un nombre, pan, de origen latino. Es una elaboración de trigo, un cereal importado que aún hoy no se cultiva demasiado aquí. Un pan que solía relacionarse con las élites.
Junto a él tenemos otra familia de panes que aún sobrevive. Son los panes morenos, los panes que se elaboraban con cereales antiguos -con mijo, con panizo, a veces quizás con avena- y que actualmente se preparan con maíz. Ese tipo de pan se llama broa, un nombre de la misma familia que el de las boroñas asturianas. Y ese nombre, broa, remite a un universo cultural completamente distinto. Broa, Bröt, Bread. El sustrato germánico, la relación europea-atlántica, aparece, de pronto de una manera palpable y sitúa el tópico de lo mediterráneo en una dimensión completamente diferente.
Ahí, en el medio, estamos nosotros, entre dos esferas culturales que han convivido durante miles de años sin fricciones hasta que nos empeñamos en etiquetarlas, en definirlas y en meterlas en compartimentos estancos. Entre dos panes que nos explican.
Eso es lo que intento contarles. La realidad gastronómica -la gallega, la vasca, la burgalesa- es mucho más compleja, y desde ese punto de vista mucho más interesante, que el titular, que la idea fácil, que el plato que queda bien en foto porque, al final, lo que medio mundo quiere que le cuenten es un lugar maravilloso, de sol y playas, de aguas turquesa y comidas ligeras que puede uno tomarse, si quiere, recostado en una tumbona, bebiendo una copa de vino frente al atardecer. Un mundo que no existe y que, si existiese, no podría permitirse.
Mi cultura gastronómica tiene algo de eso, de productos y técnicas nacidos en un clima mediterráneo muy diferente al nuestro -escribo tras el mes de enero más lluvioso en tres décadas- pero es, sobre todo, la cultura gastronómica de una periferia europea y de un cruce de caminos, del lugar por el que los fenicios pasaron buscando las islas del estaño, de esa bahía en la que Julio César decidió seguir un poco más al norte, de aquel río del olvido que hoy llamamos Limia.
Es la cultura gastronómica de un territorio en el que lo atlántico y lo mediterráneo se dan la mano, donde la mantequilla mandó tradicionalmente, aunque el olivo penetra, desde la meseta, por los valles. Al igual que lo hacen el almendro y algunas aromáticas.
La cultura gastronómica en la que me crié y en la que vivo es fruto de la aportación de pueblos migrados del centro de Europa en la edad del hierro, de romanos, de suevos, de visigodos, de musulmanes, de britones asentados en la costa de Lugo, de vikingos, de reyes asturianos, de sefardíes, de gitanos, de cortes leonesas, de nobles castellanos y de cortesanos madrileños, de relaciones con Portugal, de católicos irlandeses que llegaron huyendo del anglicanismo, de la Casa de la Especiería y los traficantes de esclavos -sí, los hubo- coruñeses o de la Costa da Morte.
Es una cultura de emigrantes a Cuba, a Venezuela o a New Jersey, pero también a Madrid, a Barcelona, a Cádiz, a Lisboa o al puerto de Pasajes; de caboverdianos asentados en la costa de Lugo, de argentinos y uruguayos, de senegaleses con acento coruñés, neno; de los catalanes que se asentaron en las Rías Baixas en el S.XVIII con su industria salazonera, de conserveros vascos e italianos, de arrieros maragatos, industriales zamoranos y ferroviarios castellanos. De cuadrillas de portugueses que vienen a trabajar en la construcción, de balleneros, de trabajadores de plataformas petrolíferas en el Mar del Norte, de embarcados que se pasan media vida frente a la costa africana del Índico, en Namibia o desembarcando en Capetón, que es como se conocía aquí, en los puertos, a Ciudad del Cabo.
Mi forma de entender la comida es la de la taberna del pueblo y la de la feria mensual, la de las pescaderas que pasaban haciendo sonar una caracola que usaban como bocina y del panadero haciendo sonar el claxon de su furgoneta. Pero es también la de gente que se tuvo que buscar la vida en Londres, en Suiza, en Bélgica, en la periferia de París o en Alemania y que en muchos casos, cuando pudo volver, abrió en su pueblo bares y casas de comidas que se llaman Bois de Boulogne, Chaussy, Alte Frankfurt en los que a veces aún se sirve schnapps y se prepara fondue.
Es la cultura formada por gente que vivió décadas en Argentina y, a su regreso, ya en los años 60, convirtió el asado -para nosotros churrasco- en uno de los platos nacionales. No hay entrada de pueblo en mí país, por pequeño y remoto que sea, que no tenga al menos una o dos churrasquerías a la orilla de la carretera. La cultura de los emigrantes mexicanos que en verano envían su Cadillac en un buque para pasearse unas semanas por su pueblo en la montaña ourensana luciendo coche y sombrero de cowboy.
Todo eso es lo que oculta la etiqueta fácil y es lo que llevo años intentando transmitir a una serie de personas que, tras 20 horas de vuelo, el primer día me miran como si estuviese mal de la cabeza y que, poco a poco, al menos eso quiero creer, van excavando conmigo un poco más allá de esa superficie, encontrando un mundo mucho más complejo de lo que imaginaban.
Todo eso es lo que puedo contar sobre mí, sobre mi cultura y sobre mi gastronomía, con dos pedazos de pan, del pan que puedo comprar en la panadería de mi barrio, en la mano. Porque mi cultura gastronómica es, también, esos tópicos que ellos manejan, pero no sólo. Y es también mucho más que esos dos panes, pero la complejidad no siempre resulta fácil de explicar, y el pan y la broa son un buen lugar por el que empezar a hacerlo.