La educación es importante. Vaya perogrullada, es verdad, pero educado, lo que se dice bien educado hay que venir de casa. Educarse es, incluso, importante para ir por la vida tratando de hacer el ridículo lo menos posible. Que me lo digan a mí, je. Además, no termina nunca. Otra obviedad. Es bueno y bonito saber, si se paran a pensarlo, que uno nunca termina de conocerlo todo o que siempre hay algo nuevo y emocionante que aprender. Pero educado, se viene de casa.
Lo digo porque existen las escuelas, los institutos, las academias y las universidades. Montones de libros, documentales, papeles y papers sesudísimos en los que sumergirse. Y ahora incluso tenemos internet con todos sus peligros, pero también con todas sus bondades y, sobre todo, con sus oportunidades.
Pero al final, y en el fondo, respecto a la propia educación debemos asumir nuestra responsabilidad personal. Por ejemplo. Yo a mis hijos no les exijo buenas notas. Lo único innegociable es el esfuerzo, el interés, la curiosidad y la mente abierta, que no son moco de pavo. No se puede delegar y educarse es una responsabilidad propia, personal e intransferible. Me da igual de qué tipo de conocimiento, arte o capacidad estemos hablando, incluido el paladar.
A los restaurantes se va con el paladar educado de casa. Siempre he pensado que las instituciones académicas tienen la responsabilidad de poner a nuestro alcance los medios para que aprendamos alguna cosa, pero al final que eso termine sucediendo es cosa nuestra y si quieren de nuestras circunstancias, que diría Ortega y Gasset. Con los restaurantes pasa un poco lo mismo.
Adjudicarles la responsabilidad de educarnos el paladar, o el de nuestros hijos ya que estamos, pues me parece que no entra dentro de lo razonable, sinceramente, porque ya tienen suficiente con lo suyo. Otra cosa es que contribuyan a tan magno objetivo, del mismo modo que la escuela nos ayuda a que no terminemos siendo unos lerdos.
Yo fui un estudiante horrible gran parte de mi vida y en ningún caso fue culpa de mis profesores. Sin embargo, y con todas mis lagunas, aquí estoy. Sin demasiados problemas para limpiarme los mocos y atarme los zapatos yo solo. Y no se piensen. También soy consciente de que no todo el mundo tiene la suerte de tener acceso a la educación, la que sea. Yo la tuve.
Y a comer, me enseñaron en casa. En el comedor de casa, para ser más exactos. Mi madre se encargó, alentada por nuestro pediatra que la espoleaba con un «no me digas que come mucho, dime que come de todo». Claro que en aquella época no existía ese invento del demonio llamado menú infantil.
De las espantosas consecuencias de su implantación ya les habló Carmen Alcaraz del Blanco en uno de sus artículos. Así que no voy a insistir, y solo añadiré que tampoco vale echarle la culpa de todo, porque al final somos nosotros, los padres de nuestros hijos, los que lo pedimos, sin preguntarles siquiera si es realmente lo que les apetece. Y es que en demasiadas ocasiones tenemos a nuestros retoños en muy mal concepto y los tratamos en consecuencia. Por otro lado, también me temo que el menú infantil reproduce, en gran parte, la que es la dieta de muchos críos en sus casas.
Vivimos la sociedad de la delegación. Históricamente hemos creado instituciones que nos ayudan a manejar responsabilidades personales. Como ya hemos dicho, la escuela para la educación, la Iglesia con su temor a la ira divina y el Código Penal como protección cruzada a nuestra natural predisposición a la hijoputez… Lo que sucede es que ahora ya no solo esperamos que nos ayuden, sino que directamente se hagan cargo de ello.
El otro día, alguien se quejaba de que le habían dicho que no tenía paladar, lo que consideraba una ofensa terrible. Pues en absoluto. Tampoco pasa nada por no tener paladar. De verdad que no es tan grave. Hay que educar la sensibilidad, eso sin duda. Pero cada uno tiene la suya. Yo no sé apreciar el ballet, por ejemplo.
Entre otras cosas, porque eso de no tener paladar no impide comer de forma sana y saludable, que es lo realmente importante. Lo es mucho más saberse limpiar los mocos y atarse los zapatos uno solo, se lo aseguro.