Damos mucha importancia al hecho de comer. Es algo incontestable y que ninguno de ustedes probablemente me discutirá porque como seguro que quieren seguir vivos, pues comen cada día —como mínimo— lo suficiente para poder seguir con sus alegres y pizpiretas vidas. Incluso si su vida es una mierda —que espero sinceramente que no lo sea— ni se les pasa por la cabeza no seguir comiendo —como si su vida fuera maravillosa— para mantener sus constantes vitales en los niveles adecuados y suficientes. Cómo no va a ser importante comer, si hasta al condenado a muerte se le ofrece el consuelo —pequeñito— de una última cena opípara y a voluntad. ¡Incluso Jesús de Nazaret tuvo su última cena!
Fíjense que si alguien quiere quitarse de en medio, es muy raro que opte por la huelga de hambre y el morir de inanición. No entra en los métodos habituales de suicidio. Es lógico. Sería una muerte lenta, y el que se quiere hacer desaparecer, de normal, prefiere un método rápido y, a poder ser, indoloro. Se calcula que un ser humano medio —o sea como ustedes o como yo— puede sobrevivir sin ingerir ni beber nada entre 8 y 21 días. Si toma algún buchito de agua, la agonía se puede prolongar hasta los dos meses. Después, polvo al polvo.
Solo han optado por este método algunos activistas políticos, y más que nada, para dar tiempo a que los malos den satisfacción a sus justas demandas de liberación del pueblo Umpa-Lumpa, pongamos por caso. Y sobre todo, para ganar en publicidad para la causa y ganarse la pena simpatía de la audiencia. Porque nos parece inconcebible que, pudiéndolo hacer, alguien decida voluntariamente no comer. Es la misma incomprensión que nos generan, por ejemplo, los trastornos de la conducta alimentaria que despachamos con un «¡pues, que coma!», cuando nos dicen que tal o cual está muy delgada/o.
Consideramos que comer es tan importante, que las oenegés saben perfectamente qué mostrarnos para llegar a nuestras cuentas corrientes y que soltemos la pasta. Imágenes de niños hambrientos, con vientres hinchados y pulseritas que marcan en rojo la desnutrición. Y por el mismo motivo, las madres han usado el reclamo del hambre en el mundo ante los hijos que se negaban a comerse las coles de Bruselas. «Tú no sabes la de niños que no tienen nada para comer», dicen todas las madres un día u otro. Así ya nos dejan claro, desde pequeños, que comer es importante.
Ni que sea al nivel más inconsciente, lo tenemos grabado a fuego. Vean si no, qué es lo que hacemos cuando alguien acaba de regresar de un viaje. La primera pregunta —justo después de «¿Qué me has traído?— suele ser del tipo «¿Has comido bien?». Para, a continuación, interrogar sobre el qué y el cómo ha comido nuestro conocido recién regresado. Nos importa poco qué ha visitado, qué ha descubierto y mucho menos nos interesa saber si se lo ha pasado bien o si por el contrario su viaje ha estado lleno de peligros y malas experiencias. Eso, en todo caso, vendrá después de que el intrépido viajero haya rendido cuentas sobre cómo ha comido. El resto puede esperar, porque comer no es solo importante, sino que es lo más importante. Es normal. Nuestro cerebro reptiliano, percibe como una amenaza comer en casa ajena o cuando estamos de viaje según donde.
Mi madre, por ejemplo, siempre viaja —vaya dónde vaya— con un botiquín en el que no faltan ni el Fortasec ni la Ultralevura, no fuera caso… Recuerdo una Navidad en un hotelito de Viladrau al que solíamos ir cada año —a escasos 80 putos km de Barcelona— al que a un huésped el Fortasec de mi madre le salvó de pasar la peor Nochevieja de su vida. Y acudir a casa de alguien que no sabemos cómo cocina, ni sus gustos a la hora de comer, nos llena de incertidumbre e incluso de suspicacias. Los más cenizos, normalmente, van con la palma del martirio en ristre, absolutamente convencidos de que van a comer como el culo.
Al lado de donde vivo, hay una hamburguesería que en la cristalera que da a la calle tiene escrito, en letras de palmo y medio, lo siguiente: «El amor puede esperar, el hambre no». La primera vez que lo vi, me impactó tanto que no me pude resistir a hacerle una foto y subirla a mi cuenta de Instagram.
De primeras, pensé que a la frase no le faltaban ni gracia, ni razón. Pero después, esta misterwondefulada a la inversa me dio que pensar y llegué a la conclusión de que quizás nos estamos pasando. Comer está bien, sí. Es importante, también, pero ponerlo por delante del amor, no sé… Ojalá todo el mundo folle como come. Yo, ahora mismo, poco y mal.