Hace poco, en conversación telefónica, ni recuerdo por qué, mi interlocutor me dijo "nunca haría una receta que no llevara foto". Me quedé muda. Mi cerebro fotográfico (¡sí, fotográfico!) me llevó, ipso facto, a las '1080 recetas de cocina' de Simone Ortega, uno de los libros de recetas o, quizás, el libro de recetas más vendido de España. ¡Un superventas de la cocina donde los haya!
Que vaya por delante mi respeto a los fotógrafos. La fotografía es un arte: ¡habla por sí sola! Exposiciones fotográficas me atraen igual que ver la obra pictórica de El Bosco, colas mediante. 'El jardín de las delicias' es obra maestra de la pintura; también de lo retorcidamente maravillosa que es la mente humana.
El trazo que hace la fotografía de la faz, del cuerpo humano, es impresionante. Al igual que logra obras maestras con la naturaleza: interpretación en estado puro.
¿No pueden, acaso, las distintas artes, destacar por sí solas, sin ayuda de otras? '1080 recetas de cocina' son recetas, no es literatura. Es una lista de ingredientes, una forma de elaborar el plato, y ya. Pero, al parecer, hoy en día no es suficiente para encandilar, para dar ganas de cocinar, ni de comer a dos carrillos. ¡Ni siquiera para elaborar en la intimidad del hogar! Mi teoría no es que falten o sobren fotos (insisto, todo mi respeto y admiración por la fotografía); mi impresión es que falta imaginación.
Juntemos las artes, sí; pero dejémoslas, también, que discurran por sí solas.
Honoré de Balzac, uno de los literatos que mejor ha descrito la gastronomía, detallaba platos en episodios de 'La Comedia Humana' que podrían hacer salivar al menos ilustrado. "Doraba, en mantequilla fundida, cebolla finamente picada a la que añadía una cucharadita de harina. Unía luego con dos cucharadas de vinagre y otras dos de vino blanco, completando con un poco de caldo hasta que todo quedaba cremoso. Agregaba después esa crema en una fuente de horno, y allí disponía rodajas de buey hervido. Recubría todo con la cebolla rehogada y pan rallado con una pelota de mantequilla. Lo introducía, finalmente, en el horno, dejándolo gratinar. Antes de servir, lo adornaba con unas hojitas de perejil bien fresco". ¿No salivan ustedes ante el plato de la portera del primo Pons, protagonista efímero de 'La Comedia Humana'?
Comer con los ojos es una frase hecha, aunque, intuyo que no se creó en función de la imagen diferida, sino por lo que uno ve directamente en el plato. Pero la literatura, la descripción de algo, la visión matizada por otro que nos impulsa a verla con nuestros propios ojos, es una ventana abierta a explorar, a reactivar una imaginación que, es posible, creíamos perdida.
No necesito ver que las fresas son rojas y su carne, carnosa; cuando las muerdo, se despliega el jugo rojo por mi barbilla, cual niña. No me hace falta previslumbrar el verde de unas judías, ni el naranja de unas mandarinas. Tan solo la descripción puede motivarme a llevármelos a la boca.
¿Cree, acaso el lector, que el triunfo de Instagram es la constatación de que ando harto equivocada? Es posible. Aunque nunca dejaré de pensar que hay un número nada desdeñable de personas que siguen regodeándose -ay, sigo regodeándome- ante una descripción, que se emociona imaginando, y que, a través de la pluma de otro, crea su propia visión. ¡Creo, pues, mi propia visión!
Níveos y tersos, tan solo ligeros filamentos sobran, fáciles de quitar con una deslizante mandolina. La longitud original se recorta, se perfila. ¿La medida perfecta? El largo que a la perfección encaja en una lata. Su cocción, ligera: basta lograr una textura al dente. De sabor punzante, casi amargo y previo a un dulzor final; su jugosidad inunda la boca y su combinación de sabores persiste en las papilas. Hagan juego, señores, basta una ligera imaginación.