Terminé el encuentro dedicado al arte y la gastronomía en Lanzarote comiendo cubanitos de fresa en el aeropuerto ante la sorpresa de quienes me acompañaban. Esas galletas crujientes eran las que me esperaban en casa de la abuela algunas tardes de verano. Por sentir que no se acababan, las lamía e incluso las chupaba. Y experimentaba entonces ese vacío en la lengua que deja la masa muy aireada en contacto con la humedad de la saliva. Pura fugacidad. Sabor agridulce de la lucha que ya sabes perdida. Se acabarán. Te los comas como te los comas. Como se acabará el verano. Como se acabarán los regalos de las manos de tu abuela.
Cuando mis acompañantes me preguntaron por los cubanitos, solo les dije que me recordaban a mi niñez. Nada más. Parecieron entender que era importante, pero solo cuando escribo puedo intentar llegar a expresar lo que para mí significan en profundidad esas galletas industriales de sabor tan dulzón.
Supongo que quienes dibujan, pintan, componen música, esculpen o captan imágenes con sus cámaras se podrían hallar en una situación similar.
Me imagino entonces qué pasaría si yo conociera el lenguaje de la cocina. Manejo el lenguaje gastronómico, pero no el técnico culinario. Si lo conociera, es probable que creara un postre siguiendo la inspiración de los cubanitos y a través del que transmitiría la fugacidad de la vida. Es posible que fuera elegante, es posible que intentara que fuera sutil, delicado, expresivo.
Y ese plato, sin embargo, podría ser comido como si cualquier cosa. Aunque si consiguiera un equilibrio entre el ácido de la fresa y el dulce caramelo y el contraste entre el crujiente del barquillo y la cremosidad de la fruta, quizás podría arrancar algún elogio. Pero probablemente la intención artística de este postre podría pasar inadvertida para muchos. O quizás no, pues cuanto mejor es una obra, más claro y directo es su mensaje, pese a que no sea comprensible.
Me viene a la cabeza ahora mismo uno de los postres que más nos ha impactado jamás como sociedad pues debe ser el más repetido, copiado y versionado en todo el mundo. Se trata del coulant del cocinero francés Michel Bras, uno de los grandes genios de la cocina en el siglo XX. El postre —también llamado en otros lugares fondant o volcán de chocolate— consiste en un bizcocho de chocolate frío y esponjoso cuyo interior es cálido y fundente. A la primera cucharada el corazón se derrama creando una cierta emoción de nostalgia y vulnerabilidad. El postre se acompaña de helado de vainilla.
En un documental escuché al tímido Michel Bras explicar el origen de este complejo postre: la necesidad de recrear aquellos días en los que su hijo pequeño regresaba de jugar en la nieve y su madre le ofrecía una taza de chocolate caliente.
Y, sin embargo, las preguntas siguen alimentando el debate: ¿Es arte la gastronomía? ¿Es arte la cocina? ¿Es un arte hacer de comer?