Hay cosas que no por sabidas resultan menos dolorosas cuando suceden. El lunes regresé de una semana de crucero. Ha sido una experiencia terrorífica. En lo gastronómico también. Y es que quién me manda, me han dicho muchos de ustedes en Twitter. Pues mi señor padre, un señor que decidió, a sus 81 años, que era ahora o nunca, el momento de realizar ese último viaje familiar que llevábamos dos años posponiendo por culpa de la pandemia. Bendita covid que sabía mejor que nosotros mismos lo que nos convenía.
Claro que pudo haber sido ir a cualquier otra parte y, como la O'Hara, pongo a Dios por testigo que, además de no volver a pasar hambre nunca más —porque en el barco ha sido canina—, le propuse a mi padre mil y una alternativas porque me olí el desastre. Pero quien paga manda y él manda mucho. Y a un padre se le respeta. Siempre.
Así que los ocho de los diez miembros de mi familia más cercana nos embarcamos en una aventura que por aquel entonces siete de ellos se la prometían feliz, pues no sabían —no había forma humana ni sobrenatural de saber— que íbamos a caer, los ocho, en manos de un chef ejecutivo que más bien merece el título de chef ejecutor. Un auténtico ángel exterminador gastronómico, un verdugo, un destructor de paladares, de estómagos y de flora intestinal. Esto último de forma literal. Tres de los ocho terminaron la travesía con problemas digestivos.
Yo ya entiendo que dar de comer cada día a más de 2.000 personas y hacerlo además con las limitaciones que ofrece un crucero es un reto logístico de aúpa. Por eso es una tarea que hay que abordar con la máxima honestidad posible y ofrecer solo aquello que puedes dar de comer sin que los sufridos pasajeros sientan que se les va la vida sentados en la taza del váter, se sientan estafados o ambas cosas a la vez.
Los problemas, claro, empiezan cuando el chef ejecutor es básicamente un incapaz que trabaja para una compañía claramente deshonesta con sus clientes. Un crucero es, por encima de todas las cosas, una estafa emocional, hay que dejarlo claro y quizás debería haber empezado por ahí.
Una estafa que consiste en prometer un mundo de lujo por todo lo alto, con suntuosos camarotes y salones, comida gourmet y que cuando llegas al navío te encuentras con habitaciones como ratoneras, salones con un aire de bar de putas que echa para atrás y comida que es una auténtica bazofia. No se crean que soy tan ingenuo. Sé qué es el lujo. El lujo es el hotel Hermitage de Mónaco, algo que ni yo ni los más de 2.000 pasajeros de aquel barco nos podremos permitir jamás. Pero eso es una cosa y otra muy distinta es que alguien se permita el lujo —valga la redundancia— de hacer pasar ni siquiera como algo digno lo que nosotros nos encontramos. Porque si a la mujer del César no le basta con ser honesta, sino que tiene que parecerlo, lo mismo debería suceder con la comida que se sirve en un crucero o en cualquier sitio.
Y claro, cuando pones nombres rimbombantes y después lo que llega es una puta mierda, pues no estás siendo honesto. O sea, que si la primera noche te ofrecen algo como pétalos de tomate con mozzarella fior di latte y a la mesa llegan dos rodajas de tomate con más horas de cámara frigorífica que la momia de Vladimir Ulianov Lenin y dos de mozzarella del Mercadona, pues empiezas a sospechar que algo va a ir terriblemente mal. Si a continuación el ribeye, que algún genio ha traducido como ojo de costilla, serviría perfectamente como colchoneta en la piscina de la cubierta once, no puedes hacer otra cosa que confirmar esas sospechas.
Desde esa primera noche, todo fue cuesta abajo. Y llegó el turno para un flan de brócoli infame —ya se sabe que los flanes son sufridos y se pueden hacer de casi cualquier cosa— con una salsa de tomate tan ácida que cortaba la respiración. El clafoutis no me lo terminé porque, después de la primera cucharada, temí literalmente por mi vida al detectar un nauseabundo olor y sabor a huevos podridos.
Uno es perro viejo y ya se sabe todos los trucos que un cocinero psicópata y homicida como nuestro chef ejecutor puede llegar a perpetrar. Como por ejemplo las tretas que usó la noche que intentó esconder la lamentable calidad de los ingredientes de un cóctel de mariscos —simplemente descongelados y arrojados al plato de cualquier manera— tras una salsa rosa tan picante que el fuego que te salía por la boca hubiera convertido al dragón Smaug en una puta lagartija. Y todo muy cutre, porque simplemente había puesto mucho Tabasco a una salsa rosa de bote.
Y te echabas a temblar cuando la ensalada nizarda (sic) o el vitello tonnato que habían sobrado de la cena aparecían en el bufet del almuerzo del día siguiente, mientras en la piscina servían algo que se anunciaba como sangría, en unos grandes barreños con daditos de fruta flotando, a 35 grados a la sombra y a todas luces insuficientemente refrigerada. Eso sí, a 6,5 euros la copa. O plátanos más allá de lo maduro y a un paso de pedir la extremaunción.
Vi al chef ejecutor un par de veces. Pensé que tenía el aspecto de un sicario sacado de El Padrino. El papel le iba como anillo al dedo. Solo alguien así hubiera podido masacrar una parmigiana di melanzane y servir una pasta tan mala que si se enteran en su país lo juzgan por alta traición.
PS-Este artículo va dedicado a todos lo que han seguido en Twitter lo que iba contando a medida que el chef ejecutor cometía sus tropelías y que las han sufrido casi tanto como yo.