Les prometo que no lo volveré a hacer, pero hoy me apetece escribirles sobre un amigo mío. Se llama Oriol y es el chef y propietario de Hisop, restaurante con una estrella Michelin. Hisop es alta cocina de bolsillo y artesanía de alto nivel, pero no pretendo hablarles de lo bien que se come este restaurante desde hace ya veinte años.
En los tiempos que corren, hoy más que nunca, quiero hablarles de Oriol y de paso reivindicar un concepto, el del cocinero ciudadano, que me acabo de sacar de la chistera, como si fuera Juan Tamariz, qué gran hombre por cierto.
Un cocinero todos tenemos claro qué es, pero quizás vale la pena detenerse un momento en tratar de aclararnos con eso que llamamos ciudadano. En principio, y así a bocajarro, un ciudadano es lo contrario de un súbdito. La diferencia es que el ciudadano, por decirlo en palabras del filósofo Eduardo Infante, es un colegislador, mientras que al súbdito solo le queda la posibilidad de obedecer lo que otros deciden por él.
No es que el ciudadano vaya a estar de acuerdo siempre con lo que se ve obligado a respetar, pero en la medida en la que puede participar en la vida pública, está más dispuesto a acatar, incluso, aquello con lo que no está de acuerdo en absoluto. El ciudadano es, en definitiva, aquel que antepone el bien colectivo al propio. El que cede parte de su soberanía personal en aras del bienestar común.
Por otro lado, recientemente he descubierto que el alemán tiene dos palabras para referirse al cinismo. Tenemos zynismus para referirnos a la conducta inhumana e insensible, y kynismus para la antigua escuela filosófica griega. Los cínicos básicamente -el que quiera saber más que lea No me tapes el sol de Eduardo Infante- eran aquellos que decían lo que podían hacer y hacían lo que podían decir.
Pues mi amigo Oriol es un cínico de los buenos de los que se escriben con k. Poca gente he conocido en cocina que, como él, siempre prediquen con el ejemplo y que aquello que dicen sea siempre lo mismo que aquello que hacen.
Para que se hagan una idea, él fue el primer cocinero de España que reorganizó los turnos de su equipo para que todos trabajaran ocho horas. Eso que la leyenda y la épica del oficio convertían en algo imposible, e incluso en algo de lo que enorgullecerse -trabajar 16 horas a mayor gloria del cliente-, Oriol demostró que se podía dinamitar, porque «si los trabajadores de cualquier fábrica trabajan ocho horas, ¿por qué no podemos nosotros? Si a los obreros de cualquier empresa les obligaran a trabajar las horas que trabajamos nosotros, se incendiarían las calles», me decía un día.
Otra de las leyendas de esta profesión explica que los malos tratos y el comportamiento abusivo de los chefs son algo inevitable e incluso deseable. Que la disciplina es necesaria en la cocina, en la alta cocina -se añade- que así es como se aprende el oficio, que eso curte y forja el carácter, para aguantar (sic) turnos maratonianos. Y en el colmo de la hipocresía, se llega a afirmar que bueno, que sí, que eso sucedía, pero que es algo del pasado.
Sepan ustedes que no lo son. Yo los he visto y todo el que se mueva en este ambiente sabe que sigue sucediendo. Quizás de forma menos generalizada, pero sucede. Pues hablen con cualquier persona que trabaje o haya trabajado en Hisop y le contarán cómo se consigue el éxito y cómo se mantiene durante veinte años tratando bien a la gente.
Oriol nunca se atribuye el éxito en solitario, siempre habla del equipo, siempre cuenta con él para tomar las decisiones, siempre escucha. Da igual que seas el segundo de cocina o el pica. Hay dos maneras de ejercer el liderazgo. Mediante la autoridad o mediante el convencimiento y la seducción. Oriol es de los segundos, porque antes que chef es un ciudadano.
Durante esta maldita pandemia, que por fin parece que nos da cuartelillo, hemos dado leña -demasiada poca en mi opinión- a los que han hecho las cosas mal y hemos hablado muy poco de los que han hecho las cosas bien, aun a costa de que la tentación de saltárselo todo podía significar, quizás, salvar su negocio. En el caso de Oriol dos décadas de picar mucha piedra.
Algunos han buscado, como dice el tópico, el protagonismo en los micrófonos -y en algún plató de televisión- para quejarse de las restricciones y de la falta de ayudas, al mismo tiempo que en su restaurante no se guardaban las distancias, ni las limitaciones de aforo y había mesas con más de cuatro comensales, y otros incluso se convertían en embajadores del negacionismo. Se han comportado, en definitiva, como súbditos de su ego, esclavos de negocios fracasados y cínicos de los malos, de los que se escriben con z.
Mientras, Oriol -y muchos otros, claro- han respetado escrupulosamente las normas. Y no solo eso, sino que además han invertido en sus negocios para adecuarlos a la nueva situación y hacerlos más seguros. Es lo que pasa cuando te gastas el dinero en cosas que sabes que van a hacer que los clientes vuelvan a tu local y no en producto caro, carísimo que el tipo de público que viene normalmente a tu casa no te va a pedir, pero queda muy bien en la cuenta de Instagram del restaurante y en los platós de televisión.
Y claro que les hubiera gustado poder abrir y recibir más ayudas y más comprensión, pero al cocinero ciudadano por nada del mundo se le ocurre no hacer las cosas bien, incluso muy bien, porque antes que él y su negocio -en una situación como la que vivimos- está el bien de todos, porque él se siente parte de ese todos, porque no tiene un ombligo del tamaño de Kansas.
Me he referido varias veces a Oriol como mi amigo, porque así lo siento. Pero es verdad que nunca nos hemos ido de copas juntos ni tan solo a cenar -entre otras cosas porque está siempre en su restaurante-, pero… Collons Oriol, ja va sent hora, no creus?