Las identidades fluyen, se transforman y van evolucionando a lo largo del tiempo. Es algo que nos pasa como personas, pero también como sociedades. Algo, sin embargo, de lo que no siempre parecemos ser conscientes y sobre lo que, nos guste o no, no tenemos demasiado control.
Nada se escapa a esa tendencia. Tampoco lo gastronómico. Por mucho que nos empeñemos -y nos empeñamos- en que la cocina de un lugar concreto es de una manera determinada, seguramente antes de que hayamos terminado de decirlo, la cocina de ese sitio se habrá transformado en algo más. Y da igual que hablemos de España, de Francia, de la cocina madrileña o de la catalana. Es cierto que hay algunas líneas maestras que permanecen más o menos inalterables, pero todo lo demás se transforma a su alrededor de manera constante.
Y eso lleva, en muchas ocasiones, a que esa realidad que alabamos ya no exista, a que nos empeñemos en subir a los altares algo que no es ya como nos gusta recordarlo. O a que suframos una suerte de desdoblamiento de personalidad que nos hace apreciar públicamente una cosa y consumir, al mismo tiempo, otra muy diferente.
Pongamos el ejemplo de Madrid. ¿Qué es la identidad gastronómica madrileña? Mucha gente te hablará de cocidos, de soldaditos de pavía. Otra mucha te hablará de las barras, de los torreznos, de los caracoles y las gallinejas.
Y es cierto que todo eso es madrileño, pero es verdad también que tiende a estar en retirada. ¿Cuántas freidurías de gallinejas quedan dentro de la M30? Son algo reconociblemente madrileño que, a pesar de ello, se bate en retirada alejándose del centro.
El bar madrileño de siempre, el de barra de zinc, se repliega a los barrios. Quedan algunos en el centro, es verdad, pero muchos de los clásicos, de aquellos que te mencionan siempre, han desaparecido. O con suerte, discutible a veces, se han actualizado. Y bastantes de los que quedan empiezan a ser una pieza de museo, momificados en un tipismo que ya sólo existe de sus puertas hacia dentro y que empieza a oler a naftalina.
Por lo general, si buscas aquellos bares de tapa de oreja, partida y vermut de grifo tienes que irte a la periferia, a locales con una clientela cada vez más envejecida que durarán, me temo, lo que dure su contrato de renta antigua, lo que tarden sus parroquianos en ir desapareciendo -es ley de vida- o el tiempo que falte hasta que los dueños se jubilen y se vuelvan a Villalpando. Esa cocina madrileña, por desgracia, tiene fecha de caducidad. Y la tiene porque nuestro discurso va hacia ella, pero nuestro consumo no.
Mientras, en el centro, a pesar de que sigamos todos hablando de esos bares de toda la vida, de aquel ambiente de las casas de comidas de siempre y de que ahí está la esencia de la ciudad, esos formatos desaparecen al ritmo que los grupos inversores marcan al hacerse con los locales, contratar al interiorista de moda este mes y montar un proyecto más de los que te dejan con la boca abierta y la cartera un poquito más vacía de lo que habías imaginado.
Es una tendencia que, nos guste o no, parece imparable. Y hablo de Madrid, pero lo mismo ocurre, a otra escala, en Santiago, en mi ciudad. ¿Quién es capaz de decirme tres buenos sitios para tomar pulpo á feira en el centro? ¿Dónde puedo ir a tomar un plato de cabra, una de las carnes emblemáticas en Compostela? Claro que los hay, pero ni tantos como había, ni tantos como aún existían hace un año ni, desde luego, tantos como cabría esperar si fueran ciertos esos juramentos de amor que hacemos con la boca bien llena a la tradición, al producto y a las recetas de la abuela.
Pasa en Santiago, donde desaparecen tabernas a la misma velocidad a la que abren locales de ramen, de sushi o taquerías, pasa en Barcelona, en Valencia o en Sevilla. Lo cual no es un consuelo, pero sí, supongo, la constatación de una tendencia global frente a la que no hay demasiado que hacer.
Algunas cosas sí se pueden intentar, pese a todo. La primera, creo, sería que nos creyésemos de verdad todo eso que decimos sobre las tapas de nuestro pueblo, la cocina de nuestras casas y los productores de proximidad.
Otra cosa que podemos hacer es asumir que la vida y las ciudades cambian, que ya nunca serán las mismas. Ese Madrid, por seguir con el ejemplo, que tan bien funciona en nuestra imaginación, fue fruto de una época, de unas circunstancias; nació de la inmigración interior. Ese Madrid, el del Palentino o el de Casa Mingo, era el de los bares de gallegos y asturianos, el de las tabernas manchegas y andaluzas.
Era el Madrid de gente que se fue jubilando y que pasó el testigo a otros inmigrantes. Chinos, ecuatorianos o peruanos esta vez. Y eso es Madrid ahora, por mucho que esta realidad parezca no tener cabida en nuestro imaginario. Una realidad ha ido diluyéndose en la otra para dar como resultado algo que se aleja cada día más del tópico.
Cuando hablamos sobre la identidad gastronómica madrileña hablamos de La Tasquería, que es una rareza, fantástica, pero una rareza; hablamos de La Tasquita, de Lakasa, de Sacha, de Viridiana. Pero nunca hablamos del restaurante peruano de barrio, de los anticuchos, de los senegaleses de Arganzuela. Hablamos de Coque, de Belmondo, de Amazónico, de Leña, pero todo eso, por muy interesante que sea, es solamente un porcentaje ínfimo de la realidad gastronómica de la ciudad. Un porcentaje que hipertrofiamos hasta perder de vista todo lo demás.
Lo pensaba el otro día, desayunando en un bar marroquí en el polígono de Cobo Calleja. Para mí eso es tan Madrid como Fismuler. Y entiendo que no esté de moda, que no sea un formato aspiracional, pero es que me gusta pensar que no escribo sobre aspiraciones. No siempre, al menos.
Está muy bien que haya de todo. En cualquier ciudad hay espacio para que diferentes formatos puedan convivir, así que más aún lo habrá en un lugar con 5 millones de habitantes. Pero estaría bien que, aunque fuera por un cierto sentido de la coherencia, hablásemos un poquito más de aquello otro, de esa cocina que el 95% de la población usa a diario y en la que se siente reconocida.
Y que, al mismo tiempo, fuésemos asumiendo que, en Madrid como en cualquier otro lugar, esa tradición que es tan bonita en nuestra cabeza, está mutando. Sigue ahí, pero se ha enriquecido con sopas de mote, con dim sums, con arroces chaufa y con desayunos con té y baghrir.
Miro hacia Londres y tengo la sensación de que ha abrazado esa evolución. Por supuesto que siguen hablando de anguilas en gelatina y de steak and kidney pies, pero han sabido dar cabida a los restaurantes paquistaníes, a platos nacidos del contacto con las culturas indias y a mercados caribeños. Lo mismo ocurre en París o en Nueva York. En Madrid, donde hay un ecosistema único que permitiría presumir de diversidad, seguimos anclados en el cocido de La Bola o en el biestrellado de turno. Y sí, pero no. No sé si me explico.
E insisto: esto ocurre en Madrid como en mi ciudad o probablemente en la tuya. Aquí, en Compostela, algunas de las cosas interesantes que han pasado mientras seguimos contándole a todo el mundo que si pulpo y pimientos de Herbón, tienen que ver con formatos que fusionan lo local y lo peruano, como el restaurante A Viaxe, por ejemplo. O con un coreano que ha abierto ya dos restaurantes en la ciudad y llena a diario. Tienen que ver con el bar que sirve cachapas y con el supermercado asiático que abrió el otro día en el Ensanche.
Lo otro, lo de las tabernas y lo de los platos de siempre, se bate en retirada. Los bares viejos desaparecen, el pulpo á feira es sustituido por pulpo a la plancha, normalmente llegado de fuera y servido sobre una espuma de patata con pimentón de La Vera (aquí se solía usar pimentón leonés, no ahumado). Las zamburiñas ya no son zamburiñas. Ahora son volandeiras, con suerte, o más frecuentemente llegan congeladas desde Perú. Los pimientos tipo Padrón vienen durante todo el año de Senegal, de Marruecos o de Murcia. Es bastante más fácil encontrar un plato con caviar que una caldeirada de maragota. Con lo que nos gusta la tradición y lo que valoramos el producto local, hay que ver lo bien que lo disimulamos.
Lo que queda de todo eso es que Santiago, como Madrid, ya no es gastronómicamente aquello que fue. Hoy es algo diferente, quizás más pobre en algunas cosas y más rico en otras, pero algo que se aleja de esa idea generalizada que nos empeñamos en mantener sobre cómo se come aquí o allá.
Es así, no vamos a cambiarlo. Aunque sí podemos, quizás, ralentizarlo. Al menos eso me gusta creer. Tal vez podríamos mantener algo de aquel pasado vivo un poco más de tiempo. Visitando esos locales, pidiendo esos platos, consumiendo aquellas tapas antes de que se conviertan en piezas de museo.
En mi próxima visita a Madrid probablemente me encontraréis en los bares del sur, lejos del centro, frente a una tapa de oreja y, quizás, un vino con sifón. Porque sí, porque será mi forma de rendir homenaje a una época que se va; porque será mi esfuerzo para que todo eso dure un poco más. Me encontraréis en Vallecas, frente a unos zarajos de La Alegría, o ante una ración de mollejas del Gonmar, en Vistalegre; estaré pidiendo una ración de patatas fritas en grasa de cordero en Casa Enriqueta, en Usera.
Estaré ante el cap i pota de Can Vilaró, si estoy en Barcelona; tomando una de zorza en el Bar Cotá de Lugo o una cerveza con su tapa de sopa de ajo en El Perejil, en Palencia. Estaré centrado en una ración de morcilla de hígado servida sobre un papel de estraza en la Bodega San Rafael de Camas o en la oreja del Perchas de Logroño. Estaré volviendo al Cervino de Zaragoza y a sus madejas y sus bocadillos de ternasco.
O quizás esté desayunando una raghifa en un bar de un polígono en Fuenlabrada, comiendo en un dominicano en Legazpi o cenando en la pupusería de Villaverde Bajo. Porque eso también es Madrid. En realidad, porcentualmente, eso es mucho más Madrid. Porque si los anteriores son un Madrid, una España, que poco a poco desaparece ante nuestros ojos por mucho que nos cueste aceptarlo, estos últimos son ya parte de la ciudad, de su identidad gastronómica, y son, sobre todo, parte de su futuro. Un futuro que, por otro lado, me apetece mucho.