Hace poco leía la opinión de una famosa nutricionista (nutricionista de verdad) a la que sigo en redes sociales defendiendo el famoso "realfooding", ese movimiento promovido por el colega de profesión Carlos Ríos y que está siendo tan aclamado como criticado. Al rialfuding se le ha puesto de vuelta y media, y la verdad es que por un lado lo entiendo. No tengo más que citar las palabras que hace unas semanas escribía por aquí mi compañero Albert Molins: "Es realmente preocupante que un señor haya encontrado una mina de oro en algo tan básico como comprar, cocinar y comer alimentos sin procesar. Preocupante porque quiere decir que hay mucha gente que se alimenta (sic) con basura y que, ahora, ha descubierto un mundo". Pues eso, no puedo no estar de acuerdo.
Sin embargo, si nos quedamos en la superficie, lo que este nutricionista promueve sigue siendo una causa objetivamente beneficiosa para toda la sociedad (pequeños, medianos y mayores), sin nada que a priori pueda ofender a la opinión ni a la salud pública. Comida real, bien. Comida ultra procesada, mierda. Entonces, ¿por qué tanto linchamiento? Pues porque resulta que algunos expertos llevan tiempo advirtiendo que cuando esto de la comida real se lleva al extremo o se entiende de manera restrictiva o prohibitiva, puede promover el desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria (los TCA de los que seguro has oído hablar).
Pobre Ríos, sinceramente, con la importante labor educativa que está realizando en pro de que dejemos de comer bollería de bolsita mala y pasemos a consumirla de bolsita también, pero buena. La suya, claro. Él vende sus productos, los promociona en sus redes hasta decir basta y cuenta con el respaldo de renombrados prescriptores que no dudan en recomendarlo mientras lo prueban y ponen cara de "¡oiga, que esto está tan bueno como los procesados de mierda que usted se compra, y es hasta sano!".
No hay duda de que tras los productos que ha creado hay un tremendísimo afán de estrellita. El suyo propio, obvio, pero también el de las personas que le siguen y buscan presumir de que su cesta de la compra es la más políticamente saludable. ¿Qué problema hay en tomarte el café mañanero con el cruasán real de Carlos Ríos en una mano y el cigarrito en la otra? Allá tú y tu manera particular de entender la comida real (esta no lo es, desde luego) y, sobre todo, tu forma de alimentar tu ego.
Porque es el ego, al final, la fuerza motora que nos mueve a todos. A Carlos Ríos, a su "realfooding", a sus colegas de profesión que le apoyan y a su séquito de seguidores que andan como pollos sin cabeza buscando el hummus o el guacamole real (hazlos en casa y acabas antes), el gazpacho o el salmorejo real (no entiendo uno que no lo sea), la crema de cacao real (ojito aquí con el tema de los azúcares camuflados, claro), helados, galletas y lo último, el famoso cruasán real o el aceite de oliva untable. ¿En serio? Aceite de oliva. Untable. Quizás, como ya dije en otro de mis artículos aquí, el problema ha sido ponerle una etiqueta a todo esto, cuando de lo que se trata es de que cada uno sea coherente, sin obsesiones ni prohibiciones y educando en el momento (desde bien pequeños) y en el contexto adecuados (en las escuelas y en casa).
Llámalo como quieras, pero comerte el cruasán real de Carlos Ríos embadurnado con su aceite de oliva untable no te hace más saludable. Así que, prepárate un café y oye, cómete un cruasán normal, de los buenos de verdad, de los que venden en el horno de tu barrio de toda la vida y te lo envuelven calentito, recién hecho, que ni te aguantas a llegar a casa. Eso sí es real.