Ahora que -afortunadamente- ya terminó, ¿ustedes no sienten nostalgia cuando llega Navidad? Yo sí, mucha. De hecho, en mi caso, es mucho peor. La Navidad me pone de muy mal humor y con muy pocas ganas de celebrar nada. No siempre fue así, claro. Yo también fui un niño y aunque incluso de adolescente -siempre he sido un viejoven- nunca he sido muy fan de la Nochevieja -que solo he celebrado cuando no me ha quedado más remedio y siempre con poco entusiasmo- la Navidad me gustaba. Pero ya no. Ahora me huele a lirios, flor de muertos, a personas que ya no están, a otras que están pero que se fueron para no volver y todo tiene un aire a dejà vu que ha dejado de interesarme.
Llega Navidad y me convierto en algo a medio camino entre el señor Scrooge y el Grinch, pero en el fondo lo que sucede es que me invade la nostalgia. Y la nostalgia es una mierda. Seguro que la mayoría de ustedes se sienten pletóricos, llenos de espíritu navideño -sea lo que sea eso- y de alegría. Yo, en cambio, es la época del año en la que más lloro. Incluso desconsoladamente. Incluso sin saber muy bien por qué. O sí.
En mi casa siempre hemos sido gente extraña y de casta le viene al galgo. En mi país lo tradicional ha sido celebrar el día de Navidad y Sant Esteve, mientras que la Nochebuena es algo testimonial en la mayoría de los hogares o, en el mejor de los casos, como los preliminares de lo que viene al día siguiente.
Pero en nuestro caso la cena de Nochebuena en casa de mis padres era la gran celebración navideña; cuando lo dábamos todo y lo mejor de nosotros mismos. Era el día en que desaparecía la mesita de centro en el comedor y aparecía el carrito con los aperitivos. Fueron los días en los que por casa apareció -y yo comí- por primera vez jamón del bueno e incluso -un par de años- caviar de verdad. No se engañen. Nosotros siempre hemos sido clase media ilustrada. Bueno, eso mis padres. Mis hermanas y yo estamos un par de peldaños por debajo.
Si aparecía el caviar y el jamón era porque a mi padre, alto ejecutivo de entidades financieras -un fiera-, se lo regalaban. Aún recuerdo cuando apareció la primera botella de Möet Chandon que abrimos con suma expectación y reverencia, convencidos de que aquello era lo más de lo más. Seguro que a todos nos pareció que era una solemne porquería, que es lo que efectivamente es, pero también seguro que nadie se atrevió a decir nada. Y en esos aperitivos comí por primera vez foie y lomo embuchado, que era como un chorizo pero uno muy distinto -y más bueno- que el que me ponía mi madre en los bocadillos para el recreo del colegio.
Después, el carrito de los aperitivos dejaba su lugar a la mesa de los pequeños, que primero fuimos mis hermanas, mis primos y yo, y a medida que los abuelos y los tíos se fueron muriendo pasó a ser la mesa de los hijos y de los nietos, mientras nosotros nos reubicábamos en la mesa de los mayores, felices y satisfechos y quizás sin ser demasiado conscientes de que desde el momento en que te sentabas en esa mesa, ya todo era cuesta abajo.
Ahora todo el mundo cocina filete Wellington. No sé porque se ha puesto de moda. Tranquilos, pasará. Yo lo comí por primera vez hace, quizás, treinta o treinta cinco años un 24 de diciembre, después de los aperitivos, sentado en la mesa de los pequeños, dos horas después de que mi primo Jordi -como hacía cada año nada más llegar- entrara en la cocina para ver qué le había cocinado su madrina, mi madre, y antes de que mi abuelo materno -cómo te echo de menos avi Joan- le dijera a su piti, mi madre de nuevo, que qué bien cocinaba. Y recuerdo croissants rellenos de champiñones con bechamel, pasteles de espárragos, pulardas, lubinas rellenas, zarzuelas e incluso la bocusiana sopa VGE y a mi madre diciendo que si nos había gustado una salsa de no recuerdo qué, pues que nos olvidáramos, que la había sacado de un libro de El Bulli y que no pensaba volver a hacerla porque habían sido siete horas solo para esa salsa.
Finalmente, todo eran prisas para desmontar la mesa de los pequeños, porque en su lugar y donde antes había estado el carrito de los aperitivos con el jamón del bueno, el caviar y el foie, en ese altar, ese sancta santorum navideño que era el salón de casa de mis padres aparecían los regalos. Eso sí, antes había que aguantar, año tras año, a mis tíos reclamar, hieráticos e impertinentes, si antes de los regalos no se podía tomar el café. Una cosa es ser más raro que un perro verde -que lo soy- y otra cosa es ser maleducado y por eso nunca dije nada, pero si las miradas matasen…
Normal, porque les juro que hubo un tiempo en que en ese salón aparecían más de cien paquetes perfectamente envueltos. En los mejores años en esa cena, que ahora recuerdo entre enfurruñado y nostálgico -qué mierda la nostalgia-, nos juntamos veinte personas. Así que salíamos a cinco regalos per cápita, que abríamos uno a uno con grandes ohhhhhs y ahhhhs al principio y a toda mecha y cada uno por su lado después de los cincuenta primeros. Y al terminar, entonces sí, mis tíos se podían tomar su puto café, mientras mi padre intentaba darle salida al coñac francés que a él no le gustaba y que tenía tan poca venta, que terminaba incorporado en algún guiso de mi madre.
Pero todo esto se ha ido, ya no está. Se fue.
Los rituales son lo que nos vinculan a muchas más cosas de las que creemos y a la vida. Si desaparecen, se rompe el hechizo y con ellos el vínculo. Y cuando se rompe el vínculo, solo queda la nostalgia por lo que todo fue en un tiempo tampoco tan lejano, pero que lo parece. Y todo nos parece un cuento, en este caso un cuento de Navidad.