Cuando veo una película de superhéroes –y mira que lo intento: tengo tres adolescentes en casa e intento estar más o menos al día en cuestiones cinematográficas- acabo, inevitablemente, por desconectar. A la tercera explosión mi cerebro se rinde sin condiciones. Y esto, me temo, es señal de dos cosas: la primera es que me hago mayor, por mucho que no me guste, y empieza a pasarme lo que le pasaba a mis abuelos con las películas de los años 80. La segunda, mucho más interesante para el caso que nos ocupa, es que el exceso me aburre como pocas cosas en la vida.
La fórmula del personaje atormentado por sus poderes y/o por algún hecho del pasado que se rebela contra un mundo que no lo comprende a base de golpes y alardes inverosímiles me cansa. Da igual el barniz que le demos, porque siempre es la misma: un esquema bastante reaccionario en el que los malos mueren, los buenos ganan y el resto explota en proporciones variables. Todo tan previsible que me cuesta seguirlo.
Hay casos, por supuesto, en los que hay una cierta mayor profundidad, en los que, a pesar de que el esquema es el mismo, el personaje sigue siendo atormentado, aunque de una manera diferente o hay una dosis de humor autorreferencial que, por otra parte, empieza a ser ya otro cliché trillado, pero son una minoría.
Es algo que me ocurría también cuando trabajaba con arte prehistórico: los descubrimientos arqueológicos que lo iban a cambiar todo, los artículos adanistas que descubrían cosas que ya estaban descubiertas y las claves misterioso-esotéricas me aburrían antes de llegar al final del resumen del artículo.
Porque no todo puede ser nuevo, excitante, inédito; porque no podemos estar sometidos al constante bombardeo de aparentes revoluciones, especialmente cuando no lo son tanto, sin que acabe por aturdirnos.
Es lo mismo que me pasa, a veces, con un sector gastronómico tan necesitado de nuevos nombres, de nuevos platos, de cambios de menú, de titulares en prensa, de ponencias que digan algo completamente nuevo y de un ingrediente desconocido que va a cambiar la cocina.
No es posible. No se puedan dar tantas revoluciones por semana, no es creíble asistir a tantas genialidades por minuto.
Esto no invalida el trabajo de tantas y tantos cocineros, notabilísimo, con tanto que aportar en muchas ocasiones que, sin embargo, cae en el saco de lo trivial cuando se apunta a esta narrativa. Cada plato revolucionario es, en cierto modo, una de esas explosiones en la película de los X-Men: algunas tienen sentido y son necesarias para el desarrollo de la historia, pero el exceso hace que pierda de vista cuáles son realmente interesantes y cuáles son simple pirotecnia.
Es evidente que es algo que gusta: ahí tenemos todos los universos de Marvel y de DC, la infinidad de series como The Boys, Umbrella Academy, The Flash, Teen Titans, The Gifted, October Faction, Ragnarök, La Monja Guerrera con su despliegue de dones inalcanzables para la mayoría de personajes que, contra los elementos, se elevan por encima de la multitud y transforman su entorno para hacernos sentir bien.
Quizás sea un chico, o una chica, o un grupo de chicos y chicas; quizás vuelan, leen las mentes o pueden controlar los elementos; quizás sea ahora, o en un futuro distópico, o en un pasado de tintes Steam-Punk. Pero la historia tiende a ser la misma: chico excepcional que no es comprendido, chico excepcional que aprende a usar sus poderes en beneficio propio y de la comunidad, chico conoce chica (o viceversa) que lo comprende y que quizás comparte su situación, chico se redime y, de paso, redime al mundo, con grave riesgo de su vida, aunque al final el bien se impone. Y el amor. Y la felicidad para todos. Y por el camino explotan cosas.
Y en cocina tiende a pasar lo mismo, si se me permite la exageración. O, mejor, reformulo la premisa: en lo que escribimos sobre cocina tiende a pasar lo mismo. Todo es brutal, una locura, lo nunca visto; todo nos hace ver el futuro en una kokotxa, tener experiencias que nos cambian la vida, todo marca un antes y un después.
Pues no. No es así. Y no pasa nada. No nos haría falta ese torbellino permanente de creatividad y sorpresa ni aunque fuese cierto.
Porque hay revoluciones, claro. Y sorpresas. Acepto, incluso, que haya platos que te cambien la vida, aunque no tenga muy claro cómo. Pero son pocos por definición.
Lo que sí hay, lo que debe haber, lo que deberíamos valorar es la constancia, la progresión, la solidez. Las raíces.
Eso sí me impresiona. Esa idea oriental de la mejora permanente, de la búsqueda de la perfección, aún a sabiendas de que no se va a alcanzar, a través de la depuración de la práctica. La calma, la tranquilidad. La constancia. El silencio.
Admiro profundamente a quien tiene una carrera de décadas, mucho más que las sucesiones de zambombazos. Admiro cada vez más el segundo plano, el trabajo callado, la sonrisa discreta de quien te ve disfrutar y disfruta viéndolo. El plato que lleva toda la vida en carta pero del que nunca te cansas. El corte impecable que, sin embargo, todavía no es perfecto.
No hace mucho vi Silencio, la película de Martin Scorsese. Me mantuvo pegado a la pantalla las dos horas largas que dura. Y no fue a base de recursos fáciles sino de ritmo, de progresión, de contar las cosas sin lanzármelas a la cara, de considerarme mínimamente inteligente. Ni una explosión en toda la película, si no recuerdo mal. Ni un personaje que salvaba al mundo con los rayos de sus ojos. Y, sin embargo, una solidez que casi se podía tocar.
Y cada vez más eso es lo que me emociona en un plato o en un cocinero. No quiero ir a un restaurante a que me cambie la vida: quiero que los restaurantes sean parte de mi vida, de mi cultura, de mi tradición. Quiero poso, quiero fondo y quiero algo tan complicado como la sencillez. Quiero platos que me hagan pensar, que me hagan sentir bien, que me hagan querer volver. Cuando eso ocurre –y por suerte ocurre con frecuencia- las explosiones sobran.