La primera vez que fui a La Tasquita de Enfrente en Madrid fue en el cambio de siglo. Al XXI. Ahorré para invitar a dos amigos en mi cumpleaños. Estaba ilusionada, feliz. Brillaba. Y probé un plato que nunca antes había probado: raya a la mantequilla negra. Su sabor, cremosidad, contraste, me enamoraron. Y en los días siguientes, no podía pensar en otra cosa. Así que me lancé a prepararla en casa.
La receta comienza con la compra de la raya en el mercado. No siempre es fácil encontrarla en las pescaderías, pero en aquellos años de encumbramiento de la cocina española, la abundancia nos sonreía, en variedad y en cantidad, en nuevos espacios para cocinillas foodies. Y con esa aleta limpia y sonrosada me puse a trabajar. La receta, la aligerada de Escoffier. La clave, como casi siempre con ese tipo de cocina clásica francesa, la salsa. Y en esta ocasión la salsa era tan sencilla que lo que requería era práctica y ojo para descubrir el punto, pues todo se centra en la mantequilla. En una sartén se va clarificando y cuando llegue a ese dorado deseado se sube el fuego y se desliza la raya enharinada para marcarla rápidamente por un lado y por el otro. Acto seguido el calor se aplaca con un poco de agua, una cucharada de vinagre y alcaparras. Ahora el fuego se ajusta hacia lo moderado y empieza el baile de muñecas con la olla en círculo para conseguir que emulsione.
Me parecía mágica. Y la repetí algunas veces más para aprender a manejarla hasta rayar casi la perfección. Fue entonces cuando me decidí a invitar a un compañero del departamento de la Facultad en el que en aquel momento aún investigaba en mi tesis doctoral. Sí, impresionar. Eso era lo que quería. Pero lo que no calculé es que la impresión siempre puede ser positiva o negativa. El ego me había perdido. Después de hablar sobre el plato, contar mis progresos y demás, él, simplemente, lo probó, por cortesía, y ya. Había olvidado la base fundamental de la cocina, el otro. Esa tan nombrada “felicidad” o “amor” que tan poco se practica en las cocinas domésticas y que casi nunca es la llama que hace arder la cocina profesional por mucho que lo reclamen. Y es que antes de comprar, antes de preparar ese almuerzo o cena, lo primero que hay que tener en cuenta es al otro, al que vas a invitar, porque cocinar es un acto empático. Y el acto de amor comienza pensando en qué podrá gustarle. Pensar en esa persona, en su paladar, en el juego, en seguir su ritmo o sorprenderlo teniendo en cuenta su historia y la propia, y el espacio compartido. Y si se trata de un restaurante también en si se lo puede permitir o no la gente que le rodea, si es respetuoso o no con lo que le rodea, si está a tono con la situación que vive la población (siento pudor al imaginarme aquellos restaurantes que durante la hambruna de posguerra en España sirvieron becadas y caviar).
Por eso estos días escuchar al cocinero peruano Gastón Acurio en el congreso Diálogos de Cocina reconociendo su propio error al dejar que fuera el ego el que decidiera cuántos tipos de sal habría en su cocina, cuántas referencias de vinos o qué productos o ingredientes compusieran el plato. Ahora que la pandemia —al igual que ya ocurrió con la crisis financiera mundial en 2008 que se vivió con crudeza y sin ayudas públicas a los trabajadores afectados en España en 2011— ha puesto a muchos restaurantes de alta cocina contra las cuerdas. Algunos revisan sus principios, otros solo esperan que todo pase para que todo siga igual. Para los que reflexionan, como lo está haciendo Gastón, todo comienza con repensar su oferta para hacerla accesible y asequible a los comensales locales, simplificar y pensar en la pertinencia de cada ingrediente que compone un plato. Huyendo de la obscenidad del exceso que nunca tuvo en cuenta que esa elección podría suponer bajar el sueldo a sus trabajadores o elevar hasta cifras prohibitivas para los ciudadanos de tu propio país el precio de tu menú o tensar aún más la débil cuerda de la armonía medioambiental. Gastón confía que esa nueva conciencia haga cambiar el modelo de la alta cocina hacia una sostenibilidad real. Y sí, algunos dicen que esa cocina humilde, consciente y sostenible siempre ha existido. Sí, pero lo que se ha visto en la mal llamada “alta cocina” y a la que hemos puesto mayoritariamente como ejemplo en los medios de comunicación ha sido, sobre todo, la cocina del ego. La del “yo más”. Algunos hemos tomado conciencia ahora como sociedad, como profesionales, como cocineros, como periodistas y como personas de lo poco o nada que sabemos, reflexionamos o aprendemos. Hace un año que estamos cercados por una pandemia que intentamos controlar de la misma manera que hace siglos. Pensando solo desde un pueril deseo de que todo pase, así, sin más, como si hubiera sido un mal sueño. Que el virus se marche, sin intención alguna de que esta situación nos cambie como personas, sociedad, país, mundo. Y solo la humildad nos lleva a la comprensión real, a esa que sale desde el corazón, a la que comprende que estamos en una emergencia climática que ha impulsado una emergencia sanitaria, que —de seguir así— el producto algún día será tan escaso que la cocina será solo lucha para perseguirlo.