Estoy en La Palma. La isla canaria en la que el volcán Teneguía entró en erupción hace casi 50 años ennegreciendo aún más ese paisaje volcánico del sur de la isla. Es la literatura la que me trae, pero el paladar siempre aterriza en la misma maleta. Siento el imán del cartel que anuncia el desvío hacia Fuencaliente.
Y allí, en el barrio de Los Canarios, está Victoria Torres Pecis, Vicky.
Había oído de ella. De sus vinos, de su chispa autodidacta, de su tesón, de…Nos espera a la puerta de su bodega en botas, amplio pantalón y camisa amplia, con el dilema de si cambiar o no el Land Rover heredado. 40 años de servicio. 3 horas de recorrido hasta sus últimas viñas al otro lado de la isla. Demasiado, pero solo es tiempo.
La visita la lidera un foodie actual, como le gusta llamarse. Es el músico Cristóbal Montesdeoca. Hemos coincidido en el festival de novela negra y policiaca Aridane Criminal y a su cita me he unido junto al escritor Pepe Correa y a sus 3 compañeros de la banda que se sorprenden ante una puerta tan pequeña para una bodega. “¿Te esperabas Falcon Crest?”, le espeta el ávido Cristóbal con la maleta preparada para llenarla de ansiadas botellas.
Esto es Matías i Torres y vamos directos a sus barricas. Vicky reparte comedida —“cada gota cuenta”— un listán blanco, la variedad más común en la isla, cálido y fresco. Y otro, más arraigado. Los mezclamos. Jugamos. Probamos.
“Este año no esperaba nada —cuenta Vicky—, este año se mueren cepas centenarias. Estamos en emergencia climática” y aunque La Palma es conocida con el lema turístico de la “isla del agua”, Vicky asegura tajante: “Es mentira, esta no es la isla del agua. Llevamos 8 años en sequía”. Pero en La Palma predomina el cultivo del plátano y está en transición hacia al aguacate, dos cultivos muy exigentes en recursos hídricos.
Vicky no piensa en cambios: “El vino es un cultivo de secano tradicional y así lo mantenemos. Ahora estamos centrados en salvar lo que hay en el campo y parece que las plantas se adaptan mejor que yo. Y este 2020, el año del COVID, las fermentaciones en su pequeña bodega —heredada hace 10 años de su padre, quien antes la heredó de su abuelo—, han sido de libro”.
“El ritmo de los vinos no es el ritmo comercial. El ritmo de los vinos no es mi ritmo. Tengo vinos de 2020 ya hechos y otros de 2018 y de 2019 en proceso, haciéndose”.
Se encarama con decisión a una de sus barricas, pero habla de su inseguridad e indecisión y de la incomprensión pues algunos de sus vinos no pasan el panel de cata de la Denominación de Origen. Sobre todo aquellos que recuerdan lo que somos. Y en ese somos me identifico. Las islas están en diálogo, sus contextos, sus raíces, sus medianías —esa franja fértil hasta donde llegan las nubes, donde se solía cultivar y hacer vino como medio de supervivencia, pero que ahora es desierto por “la tierra prometida” del turismo—.
Yo también vi crecer los racimos en pequeñas parcelas en terraza, en lugares de difícil acceso y a diferentes alturas, en las que se mezclaban variedades tintas y blancas por supervivencia. Si a una le atacaba una plaga, puede que la otra sobreviviera. Y en ese vino sacado de la barrica de una bodega que huele a lagar, en ese clarete, me vi y nos vi. Pero no en el pasado, sino en el ahora, en lo carnoso, en lo maduro, en lo seguro, en la aceptación y comprensión de nuestro origen. Humilde, pero elegante. Fácil en boca, pero atronador en mente. Un fogonazo de reflexión. Alegre, vibrante, introspectivo. Un espejo de su enóloga, en el que también me veo. Un selfie del alma.