El otro día fui a una feria gastronómica en la que no se podía comer. Por una nueva declinación normativa, en las ferias no se puede tomar ni una aceituna. Cuando lo vi pensé en la constatación de la avanzadilla de lo que ya adelantamos: los restaurantes donde no se pueda comer. Iremos a los cines en los que no se puedan ver películas. A los jacuzzis donde estén prohibidas las burbujitas.
Bueno, la cuestión es que el otro día fui a una feria gastronómica, razonablemente dispuesta para el diálogo. Moderé un par de mesas. Fueron interesantes. En todas las participaciones que pude ojear, la tradición, el origen, el rastro del pasado, era el pegamento de los relatos.
En la nube de tags, arrasaría la herencia gustativa, el legado, como si en lugar de hablar de cocina estuviéramos dirimiendo a quién le corresponde la finca La Cantora.
Pensé en el descrédito del futuro. En lo poco excitante que resulta plantear una pantalla nueva para el porvenir. Que venga un cocinero y nos diga a la cara: no me interesa nada aquello que ya ha sido. Qué revolucionario, tanto como nunca, sería declararse huérfano del pasado. Pensé en cómo el tren del futuro siempre se toma en el andén de la memoria.
No es exclusivo de la cocina, sino que forma parte de una concepción global del no-futuro. Nos pone a tono pensar en el fatalismo. La filósofa Marina Garcés suele razonarlo como nadie: “Hay un aparato cultural que contribuye a la sensación de que solo queda esperar la catástrofe", “un futuro cancelado que nos sitúa en la posición de, o vivir a la defensiva, o a la ofensiva, o simplemente dejarse a la deriva quien cree que no tiene ya nada que ganar”, decía en una entrevista, en Valencia Plaza.
El futuro de la cocina no pasa por hologramas, o por robotizar el servicio de sala, ni por mecanismos tecnológicos que permitan abrir la botella de vino pestañeando cuatro veces seguidas. Tampoco con incrustar códigos QR al borde de la vejiga para organizar la visita de los comensales al baño. Eso, si se quiere, serán menudencias prácticas.
El futuro, en un sentido amplio, quizá pase por evocar más a los nietos que están por llegar, en lugar de solo a las abuelas de los cocineros; quizá pase por asumir más los procesos industriales y encontrar fórmulas viables, en lugar de rememorar solo los bancales y corrales; quizá pida conjugar más el verbo descubrir y menos el verbo recuperar. Quizá, porque en el desarrollismo atroz nos pasamos de frenada, ahora solo nos atrevemos a vivir en el álbum de recuerdos familiares. Pero… ¿siempre vamos a hablar del pasado cuando hablemos del futuro?
Conviene preguntarlo. Más ahora, un momento el que cualquier sector productivo anda instalado en eso que, eufemísticamente, convenimos en llamar punto de inflexión.
Aunque no haya respuestas (ya lo dice Garcés: el fatalismo ante el mañana nos empuja a la añoranza), necesitamos hacernos preguntas. También los comensales lo necesitamos, si no queremos convertirnos en simples perezosos con cuchara.