Qué cosas. El otro día en Twitter leía como alguien le pedía consejo a un afamado gourmet, uno de aquellos de los que en redes sociales todo el mundo elogia su buen gusto y conocimiento, pero luego, a sus espaldas, todo Cristo —me han asegurado y puede ser que no sea verdad— se cachondea de él. Concretamente, le pedía bienaventuranzas para poder comer un buen gazpacho en Madrid. O sea, lugares en los que lo hicieran imagino que bueno en la capital del Reino. De entrada, casi me caigo de culo. Luego reflexioné y pensé que quizás preguntaba dónde lo hacían bien.
Si estuve a un paso de dar con mis posaderas contra el suelo fue porque de buenas a primeras entendía que pedir un gazpacho en cualquier lugar de España no tendría que suponer un problema. Es una receta española muy española y por tanto, ¿no se hace bien en todos lados? Vaya, ¡pero si hasta el Corpus de la Cuina Catalana lo ha incorporado como una receta catalana, ya me explicarán ustedes! No me entraba en la cabeza que alguien tuviera que pedir el parecer del consejo de ancianos para no correr el riesgo de que le sirvieran un gazpacho regulinchi o directamente mal hecho del copón.
Y claro, ustedes me dirán que la tortilla de patatas también es española muy española y que no en todos lados la hacen bien. Ya, quizás sea verdad —cuidado que bueno no es lo mismo que bien hecho—, pero ya me perdonarán, porque hacer un gazpacho tiene bastante menos ciencia que hacer una tortilla de papas, que ya de por sí no tiene mucha. Además, las cansinas discusiones acerca de la tortilla giran alrededor de si tiene que ser con cebolla o sin, y sobre si debe estar más cuajada o menos, que son todo cuestiones relativas al gusto personal —yo la prefiero con cebolla y poco hecha— y muy poco con si está bien hecha o no.
En todo caso, lo normal debería ser que cualquier español de bien, allí donde fuera a lo largo y ancho de la geografía patria, se pudiera meter entre sus españolísimos pecho y espalda una buena tortilla de patatas y un gazpacho inmejorablemente bien hecho. Si eso no es así, Houston tenemos un problema. ¿Lo tenemos? Sinceramente, ni idea. Pero si alguien se atrevió a preguntar públicamente tal cosa —a menos que fuera una guasa, que también podría ser— puede ser que sí. Tendría narices que ahora mismo fuera más fácil comer un ceviche o un ramen bien hechos que un gazpacho.
Porque, ¿qué narices es un gazpacho bueno? Creo que sucede lo mismo que con la tortilla de patatas. Al final, es problema de ingredientes, sus proporciones y de la textura final. Hay a quien le gusta con pepino del mismo modo que hay quien lo prefiere sin, porque el pepino dicen que les repite. O sin ajo o muy poco por lo mismo. Después están aquellos a los que les gusta subidito de vinagre y a los que no. Una vez contemplé como una señora pedía, en un restaurante de menú del día a 10,50 euros, si su gazpacho podía ser sin cebolla. Naturalmente la mandaron a pastar educadamente. Pero ese es otro tema, claro.
Después está la controvertida cuestión de la textura, que depende básicamente de las proporciones de agua, de miga de pan viejo y del aparato que se use para triturar y mezclarlo todo. Hay quien lo prefiere espeso, con una textura más cercana incluso al salmorejo, y hay a quien le gusta que se parezca más a una bebida que a una sopa. Después que si hay que batirlo todo en un vaso americano, una batidora, con la Thermomix o con tus huevos morenos. Ahora está muy de moda el acabado sedoso que deja la máquina esa venida del futuro. El problema, chaval, viene cuando te has dejado 700 lereles en un trasto para hacer solo gazpacho en verano. La inversión de tu vida, colega.
Cuestiones como si es lícito usar cubitos de hielo o hay que usar agua o si merecen el nombre de gazpacho aquellos que incorporan sandía, cerezas o fresas —por poner solo algunos ejemplos— ya entran directamente en el curso avanzado Gazpacho y Guerra Termonuclear III.
Pero a fin de cuentas, todo esto no tiene nada que ver con si un gazpacho está bien hecho o no, pero sí con que el que se lo va a comer lo encuentre bueno. Bien hecho y bueno son —como decía— cosas distintas. Una debería ser una condición objetiva pero discutible y la otra es completamente subjetiva y como tal, solemos estar dispuestos a iniciar todo tipo de hostilidades para defenderla. Incluso si algo está bien hecho, no todo el mundo la encontrará bueno por igual, se lo aseguro. Así que si yo hubiera sido el más anciano del consejo de ancianos al que iba dirigida la pregunta, mi respuesta hubiera sido más o menos esta.
Hijo de mi vida, en lugar de molestar a un señor mayor preguntándole dónde te puedes comer un buen gazpacho en Madrid —signifique lo que eso signifique— ¿por qué no compras —importante— buenos tomates, cebollas, pimientos y ajos —incluso sandía—, te lo mezclas como te dé la real gana y en el aparato que te dé la gana, le pones el vinagre que te salga de la punta del nabo y te lo haces tú mismo? A fin de cuentas es un puto gazpacho, chaval. Tampoco es que sea física de partículas. Qué cosas.
PD: El título alternativo para este artículo era El gazpacho y la madre que lo parió