El acontecimiento gastronómico de estas semanas en Madrid no sobrevuela los tejados de la ciudad. Está a pie de calle y se llama Jollybee. A sus puertas recién inauguradas en Sol se congregan sobre todo muchas mujeres de cualquier edad acompañadas en ocasiones por niños y niñas. Todas forman parte de la comunidad filipina. Avanzan respetando su lugar en la línea que espera. Sonríen, se toman selfies. Impacientes por cruzar el umbral de aquella puerta que les lleva a otro lugar.
Pregunto a quienes me rodean por qué es tan especial este lugar en cuya ventana se puede leer el cartel: “El 1 de España”.
Una señora me contesta: “muy bueno”. Otra me explica ya con más calma que es mucho mejor que “esos otros que hay por ahí” (apuntando con la cabeza y gesto de desprecio al KFC).
Otra señora entra en la conversación y empieza a vibrar de emoción: “Tienes que pedir los fritos de pollo y los espaguetis. Son lo mejor”. Sus ojos brillan.
Y eso pido mientras me deslumbran los fluorescentes típicos del interior de un restaurante de comida rápida. Huele a fritura, a la misma de otros tantos lugares de pollo frito. Ese olor maquillado por la química y revestido de marketing olfativo. Hecho solo para abrir el apetito inconsciente de tus neuronas.
Las mujeres salen con sus bolsas repletas de paquetes con los preciados fritos de pollo, espaguetis y hamburguesas con papas fritas. Vuelven a tomarse selfies con sus vasos de colas que absorberán por el camino antes de llegar a casa donde compartirán el menú en familia o con amigos. Eso imagino. Yo también pido para llevar a casa aunque no me importaría imitar a esos jóvenes sentados a la mesa y masticar al ritmo de la danza de pedidos, móviles y personas.
Cuando llego a casa abro el paquete. Pollo frito. Un bocado por aquí y otro por allí. Nada me parece especial hasta que mordisqueo lentamente esa capa crujiente de la superficie y me permito olerla ya en mi boca. Siento entonces ese especiado. No identifico cuál será ese ingrediente secreto pero cierro los ojos y me voy en un soplo a Asia. Y hasta yo, que nunca he visitado Filipinas, ya me siento allí. Ahora sumerjo una patata en salsa de curry y sigo atravesando océanos.
Entonces cierro los ojos y comprendo el brillo en los ojos: comemos símbolos para alimentar emociones.
Tanto necesitamos sentir el hogar en nuestro pecho que solo la comida parece llevarnos a su interior. Y a veces nos lleva a ese estado de pertenencia un tanto iluso una marca gracias a un aroma.
Hace un tiempo que la neurociencia lo sabe y ahora el neuromarketing también. Pero nosotras siempre lo hemos sabido: es el ingrediente secreto. Tu comida es tu hogar.