En España contamos con una bibliografía amplia sobre nuestra propia gastronomía. No es un fenómeno al que hayamos empezado a prestar atención recientemente, lo que nos permite tener una visión no sólo del fenómeno sino también de cómo se ha ido entendiendo este a lo largo del último siglo y medio.
Emilia Pardo Bazán, Luis Antonio de Vega, Luján y Perucho, Manuel M. Martínez, Dionisio Pérez, Manuel Vázquez Montalbán, Martínez Llopis, Carlos Pascual, María Dolores Camp, Rafael Ansón o Fernando Saiz son sólo algunos de los autores que han dedicado obras al análisis de la cultura gastronómica española y que nos han traído hasta aquí, hasta la comprensión que hoy tenemos de este tema. Falta, sin embargo, un trabajo que actualice todas esas aportaciones y las dote de un soporte amplio, algo en lo que otros países llevan una enorme ventaja.
En los últimos años, en los que se ha publicado sobre cocina y gastronomía más que nunca en España, se ha abandonado en buena medida esa línea de trabajo. No digo con esto que no haya excelentes publicaciones dedicadas a la historia y al análisis de la gastronomía española, como algunas de las editadas por Trea o La Val de Onsera, pero uno querría encontrar más.
Como tampoco digo que muchos de los libros sobre cocineros y restaurantes de las últimas tres décadas no hayan sido clave: el libro sobre cocina al vacío de Joan Roca, el libro sobre caldos de Ricard Camarena, el de arroces de Quique Dacosta, alguno de los de Santi Santamaría o El Sabor del Mediterráneo son, en mi opinión, parte esencial de nuestra cultura gastronómica contemporánea.
Aún así, con todo lo que se está publicando de cocina, con los recetarios de famosos y de concursos televisivos, con los libros de blogueros de éxito que suponen buena parte de la producción editorial actual, nos siguen faltando dos enfoques que engloben y contextualicen, que expliquen y que sitúen. El primero de ellos parte de un análisis más teórico, un trabajo que analice las grandes líneas de la gastronomía en España y su evolución histórica.
Faltan, en ese sentido, estudios que entiendan nuestra evolución histórica como una gran malla formada por caminos que se entrecruzan y que se entremezclan en un flujo constante del que seguimos siendo parte. La posición geográfica de la Península, entre Europa y África, entre el Mediterráneo y el Atlántico, entre lo que conocimos como el Viejo Mundo y América explica mucho de nuestra realidad, pero es tan compleja que necesitaría más atención de la que le estamos prestando.
Y falta, sobre todo, que esos trabajos dejen a un lado visiones superadas que eran perfectamente lógicas hace 50, 60 o 100 años pero que debemos ir dejando a un lado. O explicaciones simplistas y unificadoras como la tan traída y llevada idea de que la de España es una cultura gastronómica esencialmente mediterránea.
Esa idea, que puede ser válida en parte y para parte del territorio, hace que aquellos que vivimos en lugares donde el olivo apenas es capaz de fructificar, los que estamos geográficamente más cerca de Southampton que de Cadaqués, nos sintamos excluidos. Nosotros y nuestra manera de entender la relación con los alimentos. Es una visión reduccionista que ignora buena parte de la riqueza de la gastronomía que pretende explicar.
El sustrato mediterráneo, el musulmán, el judío o el germánico son esenciales en nuestra gastronomía. Según en qué zona unos tienen más presencia que otros, lo que impide simplificaciones. Explicar la historia culinaria de Almería y la de Lugo, la de Badajoz y la de los valles pirenaicos con la misma brocha gorda deja fuera tantos matices que, a estas alturas, resulta ya muy poco útil.
Hasta ahora hemos combinado esa visión reduccionista con infinidad de estudios sobre las gastronomías locales, pero nos ha faltado una perspectiva integradora, un análisis que comprenda que esas pequeñas historias gastronómicas no son islas sino que se relacionan con su contexto, que entre unas zonas y otras existen áreas en las que las cosas se entremezclan y que las identidades, por únicas que acaben siendo, se relacionan entre sí. Los conocimientos y las cocinas, como las personas, viajan, intercambian, se entremezclan y se contaminan dando forma a nuevas realidades que, a su vez, pasan a formar parte de ese proceso infinito de mestizaje.
Pensemos, por ejemplo, en el botillo. Para los leoneses es berciano, para los gallegos es gallego. Es más, para los de Ourense es ourensano (botelo) y para los de Lugo es lucense (butelo). Y frente a eso, la familia de botillos, botelos y otros afines se empeña en saltarse áreas y límites geográficos para extenderse desde Cáceres hasta la montaña ourensana, pasando por Tras-Os-Montes y buena parte de Castilla. Empeñarnos en analizarlo desde el ámbito acotado por las fronteras nos dará siempre una visión torpe de la realidad.
Hablemos de los embutidos pobres, elaborados con grasa y lo que hubiera a mano: el farinato salmantino, la alheira del norte portugués, la patatera extremeña, las farinheiras de las Beiras y Alentejo. Hablemos de tortas de gazpacho y panes ácimos, hablemos de panes de aceite, hablemos de cocas y minxos. Poco a poco, con cada una de esas familias, iremos cubriendo el mapa de manchas orgánicas, mucho más naturales que un límite administrativo, que nos ayudarán a entender la realidad. Manchas que es imposible entender desde la simplificación y desde las fronteras.
Y esto nos lleva al segundo enfoque. Si por un lado nos falta una visión capaz de abordar esa diversidad desde una visión integradora, de entenderla como una riqueza que no es fácil de resumir en un par de ideas genéricas, ese punto de vista deberá basarse, además, en una catalogación exhaustiva para la que ya llegamos tarde.
Es urgente recoger toda la diversidad de productos, técnicas asociadas, recetas y conocimientos vinculados a ellas que está desapareciendo ante nuestros ojos. Hablamos de decenas, probablemente cientos de miles de referencias que deberíamos recopilar, analizar y contextualizar con urgencia. Porque son la base sobre la que establecer esas líneas maestras en las que nos empeñamos.
Llevo más de 15 años dedicándome a esto y cada vez que me planteo un nuevo viaje, cada vez que leo un poco sobre un plato de una zona que conozco menos, me encuentro que esto me lleva a otros platos, a otros productos, a otros elaboradores de los que no tenía noticia. Pero es algo que me pasa, incluso, en el ámbito más inmediato, en Galicia, en mi provincia o en mi ciudad.
Llevamos décadas analizando de manera un tanto pretenciosa la gastronomía española (o la gallega, o la catalana, o la de la ciudad de Sevilla…) sin contar con ese material de base que, además, poco a poco va desapareciendo al ritmo al que desaparecen las generaciones mayores.
Recuerdo cosas, en el ámbito gastronómico, que ya no existen: las lecheras que llegaban a Santiago con las pellas de mantequilla elaborada con leche cruda envueltas en hojas de berza; los secaderos de pulpo en Corrubedo. Pero es que mis padres recuerdan otras que yo ya no conocí. Y sus padres, a su vez, recordaban otras. Y todo mientras nos empeñábamos en ignorar esa realidad y esbozar grandes teorías sobre la gastronomía de nuestra comarca, provincia o país que, por supuesto, la relacionan con las grandes cortes, le otorgan un linaje nobilísimo y olvidan –con excepciones, por supuesto. No querría caer yo también en esa generalización que critico- lo que tienen más cerca.
Cada vez que he ido a participar en una charla o una mesa redonda en un pueblo, da igual si está a 400 kilómetros o a 40 de mi casa, he vuelto con referencias de platos, de recetas y de formas de relacionarse con la alimentación que desconocía a poco que le preguntase a un asistente.
Es normal. Uno no puede, ni pretende, saberlo todo. Pero sí que esperaría que alguien se encargase de ir recopilando ese conocimiento. La administración, alguna asociación, una fundación privada. Si se han llevado a cabo otros intentos de trabajos enciclopédicos sobre la gastronomía recientemente, es evidente que también se podría abordar este otro, imprescindible para conocer la realidad de la que hablamos y para poder plantear estudios posteriores con un mínimo de garantías.
Lo que estamos haciendo hasta ahora es navegación de cabotaje: nos orientamos según lo que vemos o creemos ver, del mismo modo que los marineros que en la antigüedad trataban de adivinar dónde estaban tratando de no perder nunca de vista la costa, pero nos falta, como a ellos, un mapa que nos sitúe exactamente, que nos indique no sólo dónde estamos sino también todo lo que está alrededor y qué caminos podemos tomar para llegar a donde nos interesa.
Ese mapa es la compilación, la identificación de áreas, la catalogación de cada plato, de cada producto, de cada forma de criar o sacrificar un animal, de cada receta vinculada a una fiesta. Es el cruce de datos que sin ninguna duda va a derribar algunas de nuestras ideas preconcebidas y nos va a poner ante los ojos otras que estamos pasando por alto. Ese mapa es, en definitiva, la realidad gastronómica que nos empeñamos en imaginar mientras nos resistimos a explorarla.
Somos en esto como los autores medievales de itinerarios cargados de seres con un solo ojo en mitad de la frente, monstruos marinos y montañas de piedras preciosas mientras la realidad, igualmente fascinante, está ahí fuera esperando a ser cartografiada.
Slow Food viene haciendo en Italia un trabajo importantísimo al respecto que bien podría servirnos como ejemplo. Sus atlas de productos son sin duda incompletos, pero son un avance enorme, un catálogo de productos que recoge características, áreas de producción y los motivos por los que esos elementos catalogados son relevantes. Ellos sí que empiezan a tener un mapa, en el que ya están marcados cientos de productos del que nosotros seguimos careciendo.
Revisar la información que publican las administraciones es desolador, asistir a intentos de construir grandes teorías cuando nos faltan los cimientos para esa arquitectura resultaría casi enternecedor si no fuese dramático. Y ahí estamos, en 2020, empeñándonos en que somos la mejor gastronomía del mundo, como si esto fuese un concurso y nos fuesen a dar una medalla por ello, e ignorando al mismo tiempo todo aquello que da forma a esa realidad.
Tenemos la responsabilidad de corregir esta tendencia, de construir entre todos una cultura gastronómica actual, amplia y basada en datos; de actualizar nuestros conocimientos, de deshacernos de ideas preconcebidas y de asumir, de una vez por todas, que de nosotros depende que esa riqueza patrimonial inmensa sobreviva o se pierda para siempre.