Una amiga me contaba esto el otro día, más o menos así:
"Llevaba un par de meses viendo a alguien y estaba a gusto compartiendo mi tiempo de vez en cuando con esa persona: comíamos, bebíamos y hasta habíamos pasado varios fines de semana juntos fuera de la ciudad. Pero dejé de disfrutarlo.
Una mezcla de extraña distancia estando presente y de incoherencias sin explicación por su parte me fueron alejando mientras nos seguíamos viendo. El último día que quedamos, pasamos una larga noche de sitio en sitio y de copa en copa, y ninguna bastó para quitarme esa sensación de enrarecimiento. Recuerdo que cuando nos acostamos, a pesar de que había comido y bebido más que suficiente, la voracidad se apoderó de mí.
Era una sensación de apetito exacerbado, de hambre rabiosa, de querer masticar a la otra persona, creo que con el hipotético objetivo de poder eliminarla, porque lo nuestro ya no funcionaba como al principio y lo mejor era que acabara cuanto antes, y para verla ya físicamente desaparecida y a la vez integrada en mí. Morderla para destruirla; comerla para guardar un souvenir suyo.
Quizás para poder vencerla quería deglutirla, comerla como a esa pizza que habíamos devorado hacía unas semanas, clavándole los dientes. Quizás quise invertir la evolución del placer hacia el dolor que ocurre en toda relación —porque todas, inevitablemente, empiezan y terminan, le apostillé a mi amiga— y como dice que le sucedía a Annie Ernaux (galardonada este año con el Premio Nobel de Literatura): 'vivía el placer como un dolor futuro'.
Yo quise causar dolor durante el placer para transformar la frustración de esa relación estropeada por quién sabe qué mientras aún coleaba, y para convertir el posible duelo por la pérdida inminente de aquel vínculo que había satisfecho temporalmente y tan bien mi apetito en un dolor infligido hacia el supuesto causante del fin —supuesto, decía ella, porque al final en esto nadie es realmente el culpable.
Y lo cierto es que esa noche mordí su carne —prosiguió contándome—. Recuerdo morder con más intensidad de la que acostumbro, pero a pesar de esa suerte de violencia que sentía en mi interior, una mezcla de ejecución literal del apetito, de llevarlo a cabo y a la vez de aniquilarlo, nunca pensé que realmente iba a hacerle daño. Por la mañana y porque no soy Jeffrey Dahmer ni una mantis religiosa, esa persona seguía viva, y masculló: "jodido vampiro…". En ese momento no entendí muy bien qué había dicho, y me fui al baño, pero algo resonó en mí mientras me lavaba las manos y, al volver, pregunté por aquello. Se señaló el hombro y allí había una gran mancha granate formada por esos capilares que mis dientes se encargaron de hacer estallar la noche anterior como a diminutos tomates cherry".
Escuchándola, pensé dos cosas: que, en definitiva, todo aquello sí era realmente como comerse una pizza y, la segunda, que el mordisco es la unidad de medida del apetito. Somos máquinas de transformar la realidad en placer y, la mayoría de las veces, lo hacemos a través de nuestras bocas. El mordisco es una forma de llevarnos algo o algo de alguien a la boca porque es agarrar algo con los dientes y retenerlo y saborearlo para nuestro disfrute y, en ocasiones, también y sobre todo para el de los demás.
No sé si por eso nos gusta tanto la pizza —tendría que revisar si algo dice sobre esto el libro más completo e impresionante jamás editado sobre este invento italiano que ha conquistado el mundo, The Modernist Pizza, de Nathan Myhrvold y Francisco Migoya (Phaidon, 2022)—, pero mi teoría es que su triunfo se debe a algo directamente relacionado con un apetito muy humano que fácilmente puede extrapolarse a un amante: la podemos comer con las manos, notamos su calor en los dedos, le hincamos muchos mordiscos que contienen el bocado perfecto (lo que en Irán, país que tiene también su propia adaptación de la pizza, la pizza iraní, llaman longhmeh), identificamos fácilmente su aroma embelesador que nos hace salivar.
Curiosamente, poco después, a mi amiga le sucedió una historia similar, pero al revés: esta vez fue ella la receptora de la mordida causada por una persona con la que llevaba un par de meses viéndose, en una noche en la que se le pidió hablar de sus deseos sobre el devenir y sobre el formato de ese vínculo incipiente. La persona mordedora acumulaba frustración porque sus expectativas no estaban siendo satisfechas, ya que quería fortalecer el vínculo de una forma que no recibía el acuerdo de mi amiga.
"Estábamos simplemente hablando en su sofá cuando inició un juego que terminó en ese arrebato de mordisco en mi brazo", me explicó, enseñándome una pequeña mancha verdosa. Como el mordisco que ella había propinado, la violencia de ese mordisco tan fuera de contexto demostraba el deseo de un amante frustrado en su voluntad de querer retener y saborear para disfrutar, en tal potencia exagerada que ponía de manifiesto, al mismo tiempo, la fuerza de su apetito dispuesto a la laceración y, también, la propia conciencia de que el viento no iba a soplar en su favor, así como las consecuencias que aquello le acarreaba y que empezaban a repercutir en la relación. Además, hacía palpable el revés destructivo del apetito: arrancar ese vínculo insuficiente y, de rebote, finiquitar a la frustración que genera, eran cosas que también podían satisfacerse de un solo mordisco.