El factor sorpresa, la ilusión ante lo desconocido, dejarse llevar por esa chispa que te dice que algo más grande te está esperando ahí fuera, fuera de tu zona de confort. Experimentar sensaciones nuevas por muy corrientes que le puedan parecer al de al lado. Dejar que tu paladar pruebe y se relama como cuando eres niño y observas detrás del mostrador al que apenas llegas sin auparte, cómo te sirven lenta y pacientemente tu helado favorito. No puedes esperar, tus ojos hacen chiribitas y tu lengua, inconscientemente, asoma para gestionar como puede ese exceso de saliva que indica lo feliz que estás a punto de ser.
¿Y cuando llega? Cuando llega, sigue ese exceso de saliva, no se va. Pero ahora sí eres capaz de gestionarla porque tiene mucho más trabajo que hacer, el de no perderse ni un ápice del tremendo festival de sabores que está teniendo lugar en tu boca. Y tus ojos, que siguen entusiasmados, miran ahora sin pestañear lo que tienes entre manos, aunque a veces se despisten para ojear a un lado y a otro, o para lanzarle a tu acompañante un claro mensaje: “muero de placer”.
Y entonces crecemos, nos volvemos adolescentes y ese paladar inocente y feliz va mutando poco a poco, sin darnos cuenta y sin darle valor, hasta convertirse en un mero transmisor de alimentos. Alimentos que, en muchas ocasiones, no le despiertan casi emociones sino simplemente saciedad. La de después de una larga noche de estudio. Llámalo estudio, llámalo fiesta universitaria, o lo que sea. Alimentos que pasan desapercibidos por nuestra boca para mantenernos vivos y hacer que nuestro frenético ritmo de vida no se detenga. Paladares acelerados, secos de esa saliva anticipatoria y ojos sin chiribitas. Todo lo que aquel helado nos removía por dentro se pierde cuando llegamos a la juventud y -no sé muy bien en qué momento- a la edad adulta.
Pero hay excepciones, claro, en las que de repente sale a relucir ese paladar tierno e infantil que todos llevamos dentro. En las que tu mirada se vuelve tierna y vuelven de nuevo las chiribitas. En las que vuelves a querer auparte a un mostrador y a morirte de placer. Ese plato de tu madre, ese restaurante especial, ese cocinero que siempre te hace clic, esa receta que saca lo mejor de ti, la miga y la corteza de ese pan recién hecho, ese “lo que sea” que nos hace recordar que comer es mucho más que llevarse alimentos a la boca.
El paladar de tu niño aún vive, aunque no lo veas. Todos lo llevamos dentro por mucho que nos dediquemos a saborear la vida de puntillas, a hacer la compra rápido, a comer rápido para volver al trabajo, a tomarnos el café rápido para no llegar tarde a la oficina, a cenar cualquier cosa porque nos puede el cansancio. ¿Dónde está ese niño entonces? ¿Qué excepciones?
Recuperemos ese paladar infantil que todos llevamos dentro. Invirtamos más en escuchar lo que nos pide el cuerpo y permitámonos emocionarnos con esos sabores que nos recuerdan todo lo que la comida puede darnos, sanarnos. Te invito a que cierres los ojos y pienses en cuál era tu comida favorita del mundo cuando eras niño. Esa que hacía que tus glándulas salivares se activaran hasta decir basta. Recupera esas sensaciones a través de ese o de cualquier otro alimento para hacer que la comida saque de ti ese niño glotón, soñador, inocente y disfrutón que está en ti. Eso, dicen, es lo que nos mantiene vivos. Física, gustativa y emocionalmente.