No es sencillo calcular lo que gana, en media, un español. Depende de sus obligaciones fiscales, del territorio en el que resida, del tipo de contrato y de muchos otros factores. No es lo mismo, por otro lado, lo que puede conseguir el ciudadano con un mismo sueldo en territorios diferentes: poco tiene que ver lo que dan de sí 1.000€ en Madrid ciudad con lo que permiten en un pueblo de Badajoz, en el centro de Bilbao o en el rural de Lugo.
Aún así, hechas todas esas salvedades y con la falta de rigor que se me supone en cuestiones de números como persona de letras, las cifras no son como para lanzar cohetes. Los alrededor de 1200-1300€ limpios de la media, que en comunidades como Galicia, Extremadura, Canarias, Murcia o Andalucía apenas rondan los 1.000 nos sitúan en un vagón de cola respecto a la mayoría de nuestros vecinos europeos.
Esto, que es un problema endémico, se ha visto agravado en los últimos años por situaciones que todos conocemos como la pandemia, la guerra de Ucrania, el precio del petróleo, de la electricidad y un largo etcétera que, al no ser este un estudio económico tampoco vale la pena detallar. Una situación que no esperábamos y que nos sitúa en un lugar que nadie querría ocupar voluntariamente.
En este contexto, la subida generalizada de los precios de hostelería (hotelería y restauración, esta última sobre todo en sus gamas más altas) plantea toda una serie de retos y de contextos que, por su parte, crean nuevas problemáticas.
La hostelería se ha visto obligada a subir precios. Era algo necesario, a la vista de lo que está ocurriendo, y que creo que pocos discutirán. Ese incremento se ha sumado a una subida en sectores como el de la restauración de gama más alta que venían dándose desde hace ya algunos años.
En Galicia, donde vivo, no es extraño que comer un restaurante galardonado con una estrella Michelin supere los 100 euros por comensal. La experiencia completa, si optas por el acompañamiento de vinos, tomas café, agua y demás, seguramente rondará sin grandes problemas los 150-180€. Y esto, que es una decisión empresarial absolutamente lícita, más aún cuando funciona, tiene, sin embargo, cuando se analiza en un contexto en el que mucha gente vive con 1.000€ o menos al mes, connotaciones que conviene no perder de vista.
¿Qué es la gastronomía, entendida como restauración en este caso? Un negocio. Desde ese punto de vista, si puedes cobrar eso y que el negocio funcione, no hay nada que objetar. No estamos aquí hoy para decirle a la gente nada sobre las cuentas de su empresa.
¿Es la gastronomía, además de un negocio, un bien cultural? Siempre he defendido que sí. Y cuando hablamos de visibilidad, de ayudas o de imagen de marca esta ha sido la postura más frecuente también dentro del sector hostelero en los últimos años. Hemos presentado candidaturas a patrimonio de la humanidad de la dieta mediterránea, de la tapa o de los espetos malagueños; defendemos —yo el primero— que la gastronomía sea incluida de manera expresa en la legislación sobre patrimonio cultural, algo que, con contadas excepciones —País Vasco, Comunidad Valenciana y una ley estatal de salvaguarda del patrimonio inmaterial— no ocurre aún. ¿Qué ha pasado con aquella ley integral de gastronomía de la que tanto se habló en 2018?
Sin embargo, cuando trasladamos todas estas buenas voluntades teóricas a la realidad, la gastronomía, sobre todo determinada gama, es el bien cultural que más se ha alejado de la capacidad adquisitiva, y por lo tanto de uso y disfrute, de las capas más amplias de la sociedad a la que se le pide que la valore, la proteja y la dignifique. De alguna manera es como si tuviésemos un Museo del Prado, pero la entrada costase 90€. ¿Qué valor tendría, en esas condiciones, ese museo, para la sociedad? En cualquier caso uno bien distinto al que tiene cuando existen condiciones que permiten su acceso de un modo más asequible.
Por ese motivo la legislación de patrimonio cultural establece en España, como en muchos otros países de nuestro entorno, que los bienes declarados de interés cultural sean de acceso público y gratuito, siempre que su conservación lo permita, al menos un número determinado de horas al mes. Otra cosa es que esto no siempre se cumpla, pero ese es un debate para otro día. La ley es la ley, aunque luego decidamos mirar para otro lado.
No pido algo así para los restaurantes, por supuesto. Soy perfectamente consciente de la complejidad de un sector en el que los intereses públicos colisionan con los privados y un restaurante, más aún cuanto más gastronómicamente interesante, es el ejemplo perfecto de este conflicto. Es algo con lo que tenemos que convivir y para lo que tenemos que buscar soluciones que, si no son buenas, al menos sean lo menos malas posible.
Sin embargo, esto plantea otro escenario. Si un bien que defendemos como cultural deja de ser accesible para la inmensa mayoría de la sociedad que debe valorarlo y protegerlo, ¿sigue siendo un bien cultural significativo? La legislación en vigor es clara en ese sentido: un bien cultural lo es en virtud de su capacidad de ser relevante para la permanencia y reconocimiento de la identidad de un grupo social, cuando tiene un valor de cohesión social, sostenibilidad y generación de identidad colectiva a su alrededor.
¿Tiene un restaurante en el que el ticket medio ronde el 15% del sueldo más frecuente en su entorno, es decir, un lugar al que mayoritariamente nunca irá una parte muy importante de la sociedad que lo rodea, estas características? No tengo claro cuál sería mi respuesta. Tampoco tengo claro que nos hayamos detenido mucho a reflexionar sobre ello.
Esto no implica que ese incremento de precios, ese alejamiento de la capacidad de consumo del entorno más inmediato, sea malo de por sí. Es, más bien, una cuestión de enfoque. Y esto tampoco es nuevo. Pensemos en quién tiene competencias sobre la gastronomía en las administraciones públicas, porque nos ayudará a entender cómo el enfoque es determinante. Normalmente este ámbito depende de Turismo o de Comercio / Promoción Económica.
Desde esa perspectiva, la gastronomía se gestiona en función de su capacidad de atraer turistas o de generar actividad comercial. Y visto así, el hecho de que una gama muy significativa, la que tiene mayor capacidad para generar actividad comercial, tenga esa progresión ascendente en sus precios no sólo no tiene nada de anómalo sino que, si es capaz de atraer a un turista con mayor capacidad de gasto, que deje más dinero en el destino, todo son, en principio, ventajas.
La duda vuelve a ser la misma. Promoción económica, comercio, turismo… ¿Por qué la gastronomía rara vez depende del departamento de cultura, si nos pasamos el día hablando de ella como un bien cultural, la queremos declarar y proteger como tal? Otra pregunta para la que no tengo respuesta, aunque las que se me ocurren no me gusten nada.
España tiene un problema estructural de terciarización. No soy experto en economía, pero como hoy estoy metiéndome ya en unos cuantos jardines, creo que este tampoco podemos dejarlo sin pisar. Eso hace que seamos especialmente vulnerables y particularmente dependientes de que venga gente de otros lugares, gente con un poder adquisitivo mayor, a gastar aquí lo que quien vive aquí, en muchos casos, no puede. Sin ellos, la rueda deja de girar, nos guste o no. La gastronomía, la hostelería, no están exentas de esa dinámica, que no es nueva y que lo único que ha hecho es agravarse debido a las circunstancias recientes.
Todo funciona, en principio. Los números salen, me imagino, los negocios funcionan. Sólo hay un pero, ¿qué demonios tiene que ver todo esto con la cultura?
Pese a todo, a pesar de esas preguntas para las que no tengo una respuesta clara; aún cuando el alza de los precios me hace más difícil cada día ir a determinado tipo de locales o poder recomendárselos a la inmensa mayoría de mi entorno, yo sí creo que la gastronomía es cultura, que nos define como sociedad, que nos cohesiona y genera identidad colectiva. Es algo que veo en los mercados, en los bares, en los restaurantes de menú del día en los que perviven recetas que nos definen y nos representan.
Lo veo en los pequeños productores que ayudan a recuperar razas o variedades autóctonas, que mantienen vivas tradiciones, técnicas y formas de elaboración; lo veo cuando, pese a la globalización, sigue habiendo algo que tiene que ver con nuestra relación con la alimentación que nos explica al mundo. Lo veo cada vez que alguien decide ir a una panadería, aunque esté un poco más lejos, porque su pan es mejor, cuando coge el coche para ir a comprar una empanada a otro pueblo, porque esa es la buena.
Y quiero seguir viéndolo, pese a las dudas, en los restaurantes, incluso en esos que nos podemos permitir muy de vez en cuando, cada vez más de vez en cuando. Aunque, al mismo tiempo, como gestor del patrimonio cultural, al menos por formación —me gusta pensar que también por ejercicio, pero las dichosas dudas hacen que, en ocasiones, le dé una segunda vuelta a la idea— no puedo evitar pensar que cuando la sociedad deja de tener acceso a un bien, ese bien pierde potencia cultural, que cuando el precio sube por encima de determinado umbral, hay valores que empiezan a bajar. Y si al hostelero, lícitamente, le importa una parte de esa ecuación, a mí, lo siento, me preocupa más la otra.
Eso es algo que, a los que defendemos que la gastronomía, toda la gastronomía, es cultura, debería hacernos pensar, porque cuando se quiebre ese equilibrio, cuando la restauración se haya convertido en un bien de consumo sin otras connotaciones, en un artículo de lujo plegado a las modas y a las necesidades, gustos o caprichos de quien pueda permitírselo, habremos perdido ya cosas que no podremos recuperar. Y entonces el discurso de la alta restauración como cultura habrá perdido irremisiblemente buena parte de su sentido.
Por eso creo que es ahora cuando tenemos que hablar de gastronomía, de qué es y de qué queremos que sea. Sin miedos, sin tapujos, sin hacernos trampas al solitario porque nos toca decidir qué gastronomía queremos para nuestro futuro. Y porque lo que hagamos hoy limitará lo que podamos hacer mañana.