Venimos de un puente de octubre diferente. No diferente al del año pasado, sino al del resto de años de nuestra vida. No sabíamos muy bien si hacer planes o no, si quedarnos en casa (porque total, conforme están las cosas...), o si reservar una casita rural en medio de la nada. Desconexión, eso. Eso es lo que este puente de octubre nos pedía a gritos. Desconecta, como quieras y donde quieras, pero desconecta.
Y en esto de desconectar, mucho se hablaba sobre el contacto con la naturaleza, con escaparnos y respirar aire fresco, con huir del imparable ritmo de la ciudad -ritmo marcado ahora por el coronavirus-. Huir de todo lo que nos atrapa, nos asfixia y nos enciende cada mañana el piloto automático. De todo eso, ya sabes.
Pues bien, en mi caso opté por el pueblo. Griegos. Teruel. Maravilla. Reticentes muchos de viajar, la paz de coger el coche e irnos a un lugar donde apenas se superan los 130 habitantes, fue reconfortante. Maravilla para el alma.
Adentrándonos en el municipio, bajamos las ventanillas del coche y disfrutamos de ese viento limpio, puro y frío que tanto apetece. Vemos la felicidad de unas preciosas vacas y cabras campando a sus anchas, y olemos ese olor a tierra seca; no hay mucha humedad allí, pero eso también se huele, y se siente. Con ganas, por fin llegamos y la bienvenida de nuestros amigos -también autóctonos de Griegos- no podía ser mejor: aperitivo sencillo (aceitunas y cacahuetes) y quinto de cerveza en mano. ¿Qué tiene esto de maravilla? Mucha, porque te adelanta la brutal sencillez con la que se disfrutan las pequeñas cosas cuando se combinan con grandes momentos, personas y lugares. Cuando se llega a un pueblo como Griegos, cuyo principal lugar de culto se llama "Bar".
Maravilla también porque ir a Griegos es para mí salir de mi zona de confort, de mi rutina deportiva y de alimentación, de mis verduras y piezas de fruta diarias, de mis infusiones de hinojo y jengibre (creo que tengo un problema con estas), de mi falta de costumbre de beber alcohol y, sobre todo, de esa auto exigencia que muchas veces nos vuelve demasiado rígidos, sin darnos cuenta, simplemente porque nos gusta y disfrutamos cuidándonos.
Pero siendo todo esto verdad, (soy feliz cuidándome y espero que tú también), reconozco que Griegos es para mí como una bofetada limpia, un cambio de aire que me lleva a darme cuenta de que el buen comer se disfruta también desde otros prismas menos exigentes. Esto es: que no se acaba el mundo por no comer o cenar a una hora exacta, ni tampoco no practicar yoga durante cuatro días. Que se puede tomar una unos quintos y unas tapas aceitosas, las que sean, sin que nadie (tú misma, en realidad) te demonices por ello. Y entonces lo gozas. Que puedes comer carne sin que eso signifique estar traicionando tus principios en pro del vegetarianismo.
Esto fue más complicado, porque ya se sabe que en los pueblos... bien de carne. Pero lo logré, y estoy viva. Felizmente viva y orgullosa de comprobar cómo tan solo cuatro días de desconexión me sirvieron para darme cuenta de que no somos máquinas con pilotos automáticos. De que la vida está para vivirla en cada momento, lo del aquí y ahora, sin memeces, saliendo de tu zona de confort, relajando todas tus partes del cuerpo ("relaja la raja", que digo yo), y sobre todo, dándote lo que te va bien en cada momento. Bien de topicazos, sí, pero al fin y al cabo la vida es eso: tópicos que tanto se dicen y tan poco se hacen, precisamente por culpa de esos límites y auto exigencias que nosotros mismos nos imponemos.
El pueblo, desconexión, quinto y tapa. Maravilla que pienso redescubrir cada puente de octubre, o cada vez que pueda. En Griegos o donde sea. Con o sin virus de por medio. ¡A comer y a ser felices, leñe!