Pongamos que se llama Rosalía. Tiene en torno a 55 años, y es gallega. Gran parte de su vida adulta la pasó como ama de casa. Crió a un par de hijos, pero llegó un momento en el que ya no la necesitaban. Y entonces, con cuarenta y pico se decidió a trabajar, aun cuando sus salidas laborales no eran muchas. Su formación era escasa. Cuando era una adolescente, su familia prefirió que ayudara en casa. A través de una vecina entró en contacto con una asociación de rederas. Redeiras en gallego. La base de toda pesca. Los pescadores, sin ninguna duda, necesitan del trabajo de las rederas.
Rosalía aprende a tejer redes. El trabajo es muy duro. Mucho. Llueva, haya tormenta, haga mucho frío, la humedad penetre en sus huesos o el calor intenso entre a raudales en la nave donde trabaja, ella está un mínimo de ocho horas gastando sus manos, haciendo callo, coleccionando sabañones… Rosalía y sus compañeras -coincide con tres más a la vez- tienen todas las papeletas de padecer alguna enfermedad ocasional o crónica derivada de su trabajo como lumbalgia, síndrome del túnel carpiano, artrosis, artritis, reuma, tendinitis, contracturas o fatiga visual. Además, algunas de estas patologías ni siquiera están reconocidas como enfermedades profesionales respecto a su profesión.
En la nave donde trabaja Rosalía -es posible que sea afortunada, no ejerce su trabajo en un muelle- en invierno hace un frío de espanto, y en verano, aunque esté en Galicia, la nave alcanza temperaturas de hasta 50 grados. El techo de su nave es de uralita, un material barato que, en ningún caso es buen aislante ni del frío ni del calor. En invierno, Rosalía se calienta con estufas eléctricas, y teje con guantes con abertura para los dedos. En verano, directamente, se desespera.
Ella y sus compañeras decidieron hace algún tiempo dejar de reparar redes. O, por lo menos, dejar de hacerlo para armadores españoles El precio que pagaban por remiendos no cubría ni un diez por ciento del esfuerzo. Para ellos, para los españoles, solo redes nuevas. Así y todo, hace unos pocos años se plantaron ante ellos. Se hartaron de cobrar la fabricación de una red a 12 euros, y exigieron cobrarla a 14. ¡Menuda pretensión! Parecía que estas mujeres se habían vuelto locas. Para tejer una red cada redera necesita una jornada completa de trabajo. Ocho horas teje que te teje. ¿Acaso no se sentían bien pagadas con 12 euros?
Durante un tiempo, su trabajo menguó. Les salió competencia. Competencia desleal. Adivinen quiénes, nueve euros mediante, se pusieron a fabricar redes. ¡Pescadores jubilados!
Tras su rebelión, consiguieron los 14 euros. ¡Gran éxito! Calculen ustedes cuánto ganan en un mes. Un trabajo esclavo en el que, cómo no, no hay (ni puede, ni debe haber) relevo generacional.