Que nadie se alarme, este no será otro texto sobre los guisos de la abuela o sobre cómo los tomates de antes sí que sabían a tomate. No voy a hablar ni del pan de mi pueblo, entre otras cosas porque yo no he tenido pueblo, ni de las croquetas de mamá.
Cuando yo era pequeño vivía con mis padres en una ciudad distinta a la del resto de mi familia. A veces volvía a casa de los abuelos, a un par de horas de autobús, y, algunas de esas veces, tocaba comer cosas como sesos rebozados, tuétano o filetes de hígado que, aunque ahora me encantan, no estaban entonces entre mis productos preferidos. Así que no iré por ahí.
Otras veces, muy de vez en cuando, algunos de mis tíos venían a visitarnos y se quedaban unos días. Y aquello sí que era para mí una fiesta, porque esos días se permitían cosas que normalmente no entraban en casa. Sabía que durante su estancia habría corn flakes —soy un hijo de los 70— o aquella cosa prodigiosa que llevaban los astronautas del Programa Apolo —soy un hijo de los 70 y de la Guerra Fría— en sus travesías espaciales, eso me contaban, y yo podía tomar solamente en las grandes ocasiones; aquello que se llamaba Tang, que nos tomábamos, ilusos, como zumo en polvo aunque con más vitaminas.
Una noche, dos de mis tíos me llevaron al cine a ver Indiana Jones y el Templo Maldito y, al salir, nos fuimos a tomar un sándwich de esos que tenían un agujero en la tapa por el que asomaba una yema de huevo. Me dijeron que podía elegir si cortarlo o morderlo y no pude concebir una sofisticación mayor.
Recuerdo a los padres de un amigo, durante primaria, que de vez en cuando nos llevaban a cenar al único restaurante chino que había en la ciudad. Habían vivido en Madrid, ellos sí que eran gente de mundo, pensaba delante de mi arroz tres delicias mientras miraba con cierto miedo la botella de licor de lagarto sobre la barra. Y recuerdo el día que mis padres me llevaron a comer al buffet de un hipermercado que había abierto en mi ciudad: pollo asado con aceitunas negras y un yogur de manzana. En mi cabeza de 9 años me veía como un tipo sofisticado que comía cosas con clase. Y sonreía entre sorbo y sorbo a mi Mirinda.
No sé si somos conscientes, pero las próximas generaciones que lleguemos a la madurez no vamos a tardar en decir que las aceitunas negras de bote de hipermercado ya no saben como las de antes, que las hamburguesas buenas eran aquellas de los primeros 80. Y que nada tiene ya el sabor de un buen Pantera Rosa de los de antes. Porque esos, lo disimulemos o no, son los sabores de nuestra memoria.
Son los sabores que nos hacen sonreír, los que nos llevan a un lugar feliz, a un momento en el que lo único que nos preocupaba era a quién le iba a tocar el Burmar Flax de cola; nos llevan a la seguridad de nuestros padres, a la felicidad del grupo de amigos, a las vacaciones, a ese día especial en el que venían tus tíos y te saltabas de una tacada el colegio y las lentejas para pedirte una hamburguesa. O uno de aquellos perritos calientes cuyo pan ensartaban en un pincho caliente que fascinaba y horrorizaba a partes iguales a mi pequeño Marqués de Sade interior.
Espero volver pronto al bar de mi primera hamburguesa, acabo de comprobar en Google Maps que sigue abierto —y con el mismo rótulo, qué maravilla— aunque sea para comprobar que probablemente es tan normalita ahora como entonces y para confirmar que lo que me gusta no es su sabor sino su memoria.
No puedo volver a salir del cine con mis tíos y a la sensación casi furtiva de trasnochar y tomar un sándwich mirando la calle entre los reflejos de las luces de los coches en la ventana, un poco como un personaje de una película —demasiado Spielberg a una edad temprana— pero estoy seguro de que si lo hiciera me encontraría con el pan de molde más ramplón, un embutido de cerdo dulzón y un huevo con sabor a plancha demasiado usada después de todo un día de trabajo. No importa, porque ese regusto a un cierto requemado, a aceite barato con recuerdos del beicon de la comanda anterior es mío y estoy seguro de que volvería a hacerme sonreír casi cuarenta años después como lo hizo entonces.
La memoria es tramposa. Quizás ahí esté lo que hace de ella algo tan especial. Lo que almacenamos en ella nos gusta porque es nuestro, por lo que nos evoca, por muy del montón que fuese. Si te has roto un brazo, en tu memoria duele menos. Y si probaste el kétchup antes de los 10 años, no hay muchos sabores que en tu recuerdo puedan ponerse a la altura de aquella primera vez.
Por eso, me temo, lo mejor es conformarse, dejar de buscar el tomate proustiano y tratar de encontrar un buen tomate hoy, seguramente mejor que aquel que recordamos con amor. Y, ya de paso, dejar de utilizar la memoria como vara de medir, porque nada, nunca, va a superar ese listón. Es mejor seguir con nuestra vida y buscar la felicidad en el próximo plato y no en aquel al que nunca vamos a regresar.