No es fácil escribir sobre gastronomía. O no lo es, al menos, si uno pretende ser categórico, algo que, por suerte, hace tiempo que no es mi caso.
No es fácil porque todos comemos a diario, así que todos tenemos un gusto bastante bien definido y una opinión clara sobre lo que está bien, lo que está mal y cuáles son nuestros límites. Así que nos cuesta aceptar que, en este aspecto, alguien nos lleve la contraria.
Y está bien que así sea. Tiendo a huir, cada vez más, de las voces autorizadas, de quien afirma sin excepciones, de quien proclama la verdad inamovible. Porque, si bien es cierto que ésta puede existir en algunos aspectos técnicos, la técnica, por fortuna, no lo es todo. Una masa de pan bien elaborada desde un punto de vista técnico es algo que los especialistas pueden valorar, medir y puntuar. Pero incluso una masa que no sea perfecta puede, por muchos motivos, ser interesante, tener todo el sentido en un lugar y un momento concreto.
Así que huyo de las verdades absolutas, de las certezas monolíticas y de quienes las defienden. Y esto, en gastronomía, me lleva a escapar de rankings y de afirmaciones como "el mejor restaurante de…".
¿Qué es el mejor restaurante de una ciudad, de un país, del mundo? ¿El que mejor cocina? ¿El que ofrece una experiencia más completa? ¿El más lujoso, el más exclusivo? Un restaurante puede tener una cocina impecable, difícil de superar, pero fallar en otros aspectos (sala, bodega, experiencia global); un restaurante puede tener una cocina excelente, aunque quizás haya otras mejores desde el punto de vista técnico y, sin embargo, contar con una sala tan impecable y ofrecer una experiencia tan completa que el resultado sea excepcional. ¿A cuál colocaríamos primero en un ranking?
O podríamos estar ante un restaurante técnicamente perfecto pero absolutamente carente de emoción. Y aquí empiezan los problemas. La emoción no se mide. Los intangibles son los que, en este caso, nos matan. Y los que hemos trabajado con arte sabemos que en ellos, sin embargo, suele residir la diferencia.
El problema está en que si después de más de 2.000 años la estética no ha sido capaz de desentrañar qué es eso de la emoción, en dónde reside la cualidad de lo artístico, no lo vamos a hacer, hablando de cocina y gastronomía, en un par de décadas. Así que nos quedan las opiniones.
Esto, en mi caso, se traduce en esa fobia a los rankings y en la necesidad de establecer unos criterios propios que me permitan huir de la dichosa manía de puntuarlo todo. Y junto a cuestiones técnicas más objetivas, que seguramente no soy el mejor para juzgar, y elementos de comodidad o ambiente si hay algo que hace que un restaurante me parezca excepcional es su capacidad para transmitir el lugar en el que se encuentra a través de sus platos.
Es cierto que esto no se puede aplicar a restaurantes de otras cocinas, lo que demuestra que las normas están para conocer excepciones, pero en la mayoría de los casos suele ser un buen indicativo.
Y es verdad también que esto, visto desde otra cultura, quizás se pueda discutir. Lo acepto. Y por eso escapo de escalafones ¿Cómo vamos a valorar un restaurante de cocina china respecto a los de aquí si la inmensa mayoría apenas nos hemos asomado a su cultura gastronómica?
El sentido del lugar es la capacidad de un cocinero, de un restaurante o de un equipo para hacer suya la cocina local, la tradición gastronómica en la que se inserta, y ser capaz de reformularla desde un lenguaje propio. Pero esto es, una vez más, un arma de doble filo. Porque es muy fácil caer en el tópico, en la idea vacía, en la réplica de iconos gastados por el uso que no aportan nada.
La clave está en entender la cultura gastronómica del lugar, en escarbar más allá de la superficie, saber leer los ingredientes y las técnicas en clave local. Eso, que parece tan sencillo, es lo que desde mi punto de vista diferencia a los grandes restaurantes.
El Celler de Can Roca es un restaurante evidentemente catalán, por mucho que nunca resulte obvio. Como lo era elBulli en su momento, siendo radicalmente diferente del anterior. Ricard Camarena es esencialmente valenciano, como Ángel León es gaditano o Pedro Sánchez (Bagá) es jienense. ¿Se puede cocinar más gallego y al mismo tiempo menos tópico que Javier Olleros?
Casa Marcial, Trivio, Lera, Monastrell, Casa Gerardo, Els Casals, La Ereta, Quique Dacosta o Nado, por citar sólo algunos ejemplos españoles, son ejemplos bastante puros de esta cocina.
La cosa se complica en otros casos. Por irnos a dos extremos alejados. ¿Qué pasaría con Martín Berasategui, por ejemplo? ¿O con D’Berto? El primero es un grandísimo ejemplo de restaurante que tiene mucho que ver con un cierto clasicismo de raíz, en cierto sentido, francesa. Y sin embargo nadie dudaría de que es un restaurante esencialmente vasco. El segundo, sin plantear una cocina tan técnica como los anteriores, es la definición pura de restaurante con un sentido gallego y de la costa en lo que al tratamiento del producto se refiere. Ambos entrarían, en mi opinión, en esta clasificación.
La Tasquería, Coure, Cañabota, La Botica de Matapozuelos, El Campero, Gresca, Les Cols, Nito, Casa José en Aranjuez… Podríamos continuar, por suerte, durante bastante tiempo. Lugares que están en las antípodas de otros cuyos platos, muchas veces técnicamente muy notables, están en una especie de limbo, un no-lugar que podría encontrarse aquí, allí o más allá.
Por supuesto que cualquier cocinero puede, y debe si el cuerpo se lo pide, hacer guiños a otras cocinas, llevar el producto a lugares inéditos, aunque estos estén alejados de su bagaje. Claro que puede haber excepciones. Hay personalidades tan fuera de lo común que son capaces de proponer un discurso coherente al margen de cualquier norma o de cualquier expectativa. Pero son, tienen que ser, algo que se sale de lo habitual y que no abunda.
Dejando a un lado esos casos, si me desplazo 100, 500 o 3.000 kilómetros no quiero una experiencia que podría tener en mi ciudad, en Madrid o en la capital de provincia más próxima. Quiero algo que me hable del cocinero, de su bagaje, y de por qué hace lo que hace en aquel lugar; quiero que haya una relación con el producto y con los productores, quiero que el restaurante encaje en el territorio.
Porque un restaurante no es sólo un sitio en el que comer, es un fenómeno cultural. Habla de nosotros, de nuestra sociedad, de cómo nos relacionamos con nuestros alimentos y, a través de ellos con nuestro entorno. Por eso el sentido de lugar es, en mi opinión, lo que acaba de definir a un gran restaurante.