La noche que, en mi niñez y parte de mi adolescencia, había huevos fritos con patatas fritas para cenar, esa noche comer era una fiesta. Pocas cosas me gustaban más. Y eso que yo fui un niño y un joven afortunado, con una madre que jamás nos dio cualquier cosa para cenar. Y afortunado, claro, porque en casa nunca faltó de nada. Así que los huevos fritos con patatas no es que fueran un lujo, pero para mi eran la mejor cena posible. Y es que encima siempre iban con frankfurt y el día que mi madre se sentía espléndida, incluso con beicon churruscado. Las patatas, como no podía ser de otra manera, siempre caseras.
Quizás fuera porque no eran una cena habitual, aunque tampoco era lo que podríamos decir excepcional. No sabría decir con qué frecuencia aparecían en la mesa. Pero estábamos en otra época, en una en la que los huevos estaban estigmatizados y comerlos más de una vez a la semana —especialmente los niños— se consideraba un error nutricional. Algún rollo con el hígado, qué sé yo.
Ahora sabemos, o creemos saber, que no pasa nada por repetir de huevos más de una vez a la semana. Bueno, eso hasta que un nuevo estudio, el ministro Garzón, la OMS o a quien corresponda venga a joder la marrana de nuevo y nos diga que no los comamos en absoluto. Fuera como fuera, puesto que mi madre consideraba que había que comer variado, los huevos en las cenas familiares aparecían, semana tras semana, en todas sus posibles preparaciones, con lo cual —quizás sí— los huevos fritos aparecían de mes en mes, y de ahí mi alegría cuando, por fin, llegaba su turno.
Así pues, parte de mi felicidad infantil eran un par de huevos fritos, un montón de patatas fritas, un frankfurt o dos y un par de tiras de beicon bien tostadas. Podía ser una cena simple, pero para mi no era una cena banal. Era la cena.
Pero ahora lo de los huevos fritos se ha convertido en algo como el caviar o la trufa. Hay quien se los pone a todo y como más caro sea, pues mejor. Y ya sé que todo el mundo es muy libre de hacer lo que le venga en gana pero, mira, dejad mis huevos fritos en paz o dicho de otra forma, no me toquéis los huevos (fritos). El huevo frito, el humilde huevo frito tiene dignidad por él mismo, y no hace falta que la mancilléis con vuestros bogavantes, vuestras langostas, vuestras angulas y donde se os ocurra ponerlo.
Es que es muy de nuevo rico, joder. Es eso de mira qué humilde y sencillo soy —aunque me sale la pasta por las orejas— que me como la langosta, bogavante, angulas con huevos fritos. En el fondo no soy tan distinto de ti, puto desgraciado, que te los comes solos porque no te alcanza para más. De verdad, último aviso, dejad los huevos fritos tranquilos.
Recuerdo un restaurante, ya desaparecido, donde la especialidad era la carne y tenían varios steak tartar en la carta. Recuerdo, en una ocasión, pedir uno y el jefe de sala que tomaba la comanda venga a insistir que porque no le ponía un huevo frito. Al final no me quedó más remedio que ponerme borde y preguntarle si es que creía que su tartar no era lo suficientemente bueno, para que necesitaran disimularlo con un huevo frito. Que no me siento especialmente orgulloso de mi reacción, también debo reconocerlo.
Y ahora una confesión. Soy un cocinero doméstico competente. Me gusta cocinar y lo hago razonablemente bien. Lo suficiente como para hacer felices a mis hijos, a mis padres y hermanas y algún amigo que se deja cocinar cuando viene a casa. Pues bien. Hago los huevos fritos de puta pena y hecho mucho de menos los de mi madre, con sus patatas fritas, su frankfurt y sus dos tiras de beicon tostado. Puta vida, tete.