Hace unos días volvía a uno de esos platos de mi infancia. La empanada de berberechos, tal como se hace en la comarca de O Barbanza, en la que tengo familia y en la que pasé un buen puñado de veranos, semanas santas y puentes durante más de 20 años.
La empanada de berberechos que cuestiona esa idea triste que tanta gente tiene fuera de Galicia sobre la empanada como algo ramplón, carente de atractivo, elaborado con una masa cualquiera y un mejunje triste de tomate frito, cebolla y atún en conserva de ínfima calidad. O, con suerte, con hojaldre industrial, jamón york y queso. Porque la empanada, como el pan, como el gazpacho, como las cocas, como los cocidos, como casi cualquier otro plato tradicional, acepta casi tantas variantes como pueblos, comarcas o familias la preparen. Siempre que se cumplan unas reglas, claro está. Reglas que no están escritas en ninguna parte, por supuesto.
La empanada de berberechos de mi niñez, la que aún se hace en O Barbanza y otras zonas, se prepara con masa de maíz. Otra variante, otro ataque frontal al monolitismo de esa idea preconcebida de la empanada -o de cualquier otro plato- como un concepto inamovible.
La empanada de berberechos de mi infancia, aunque ahora ya empiece a ser más difícil encontrarla, se prepara con berberechos enteros, con sus conchas. Y esto hace que cada vez que se menciona alguien proteste, que muestre su desacuerdo o su incredulidad.
Porque, ¿quién va a cocinar y servir algo con concha/hueso/espinas/escamas/pepitas pudiendo limpiarlo antes? ¿Qué somos, bárbaros? Pues no lo sé, piensa en unas chuletitas de cordero, en unos caracoles, piensa en unos mejillones al vapor, en un botelo, unos percebes, un espeto de sardinas, unas coquinas, unas cañaillas. Piensa en la cabeza de una becada, en una cigala, en una ración de galeras. Todo complicaciones y, sin embargo, hablamos de platos y elaboraciones que sería difícil mejorar, aunque nos obliguen a mancharnos las manos, a seleccionar, a rebuscar y a tener cuidado con lo que mordemos.
Esas partes incomestibles están ahí por algo. La cocina popular, que por necesidad era bastante menos remilgada que nosotros, no se paraba en estas cuestiones, que consideraba secundarias, si no hacerlo le ahorraba tiempo o le aportaba sabor, más nutrientes o cualquier otra ventaja.
Somos nosotros quienes, acostumbrados a las carnes tiernas y sin hueso, a las espumas y a los lomos de pescado sin una espina nos espantamos. Nosotros, que sufrimos el síndrome del solomillo -lo queremos todo limpito y tierno-, la infantilización del paladar -queremos cosas suaves, dulzonas si podemos elegir, de mordisco limpio y que no nos hagan masticar mucho, que es aburrido- podemos pringarnos las manos con una hamburguesa, dippear nachos en una salsa de queso y chupetearnos luego las yemas de los dedos. Eso sí, pero una empanada ante la que haya que pararse y separar cosas parece atentar contra nuestros principios gastronómicas más profundos.
Y sin embargo, así era. Y así sigue siendo, a pesar de estar en retroceso porque la gente prefiere variedades listas para comer de un bocado. Así era porque había un sentido detrás. Había, en realidad, varios. Por un lado estaba la necesidad de no complicarse. La empanada de maíz con berberechos es el paisaje de las Rías Baixas en el plato, es lo más esencial y lo más inmediato. Aún hoy, si viajas por carreteras secundarias en Boiro, en Rianxo, en Noia o en Cambados verás campos de maíz que se extienden hasta la orilla y junto a ellos bancos de arena que reaparecen con la bajamar y están cuajados de berberechos. Es cocina pobre y local en el más literal y noble de los sentidos.
Por otro lado, en épocas en las que el hambre era una realidad cotidiana, la necesidad de no desperdiciar nada estaba también muy presente. Y esto incluía a las aguas de cocción. ¿Para qué vamos a desperdiciar los jugos del marisco, cociéndolo aparte y limpiándolo, si podemos convertirlos en parte de la ecuación?
Es cierto que esos jugos podrían haberse reservado para incorporarlos luego a la masa. Pero no hacerlo, optar por esta elaboración que de entrada parece tan primitiva, tiene sus ventajas: el berberecho se cocerá en su jugo, más despacio, sin resecarse; la masa se irá hidratando, poco a poco, desde dentro, aromatizándose con toda la potencia yodada del marisco y creando un contraste perfecto entre un exterior crujiente y dorado y un interior húmedo, casi cremoso. Y el sabor de los berberechos se multiplicará.
Esa receta aparentemente tosca es, en realidad, una maravilla técnica, una manera prodigiosa de hacer de la necesidad virtud. Y está desapareciendo ante nuestros ojos, porque nos empeñamos en que es una aberración, en que no se usan las manos para comer. Y luego, escandalizados, nos vamos a por una ración de langostinos congelados de calidad no siempre excelente, los pedimos a la plancha y, servilletas de papel en mano, nos disponemos a pelar, chupar y rebañar sin pudor. La mente tiene estas cosas.
Lo que ocurre es que esa receta, así, como siempre ha sido, está en contraposición frontal con la idea que tenemos hoy de qué es una empanada. En otro contexto no tendríamos problema en armarnos de tenedor y toallitas aromatizadas, como lo hacemos en otros casos de palillos, agujas o pinzas, pero aquí no. Una empanada es, nos han dicho, algo que se puede comer con las manos, una masa fina y elástica, con un relleno sin hueso o espina, fácil de transportar y de comer. La empanada es una, grande y redonda.
Y aunque es así a veces, aunque esas son las que se han popularizado porque son más fáciles, había y aún hay muchas otras. Empanadas rellenas con pollos enteros, o conejos troceados, con pichones, con currucas (cuando no estaba prohibido), con liebre. Con alas de raya con sus cartílagos, con trozos de costilla adobada, con pescados enteros con espina, con congrios, con anguilas, con pecho de ternera o con chuletas de cerdo. Es una pena que nuestros remilgos estén acabando poco a poco con esta diversidad.
Es un legado que se nos escurre entre los dedos mientras nos empeñamos en defender una tradición que no fue, en muchos casos, como la imaginamos. Sin entender que la tradición es también, a su vez, un invento. Las cosas no fueron de una sola manera y no fueron algo estático. Cuando algo -una receta, un baile, un estilo musical- llega a ese grado de momificación en el que no evoluciona, no admite variantes y se mantiene inmutable, no es algo tradicional, es un ser inerte, una pieza de museo.
La tradición es algo que cambia con el paso del tiempo, que seguramente es diferente según el grupo social o la zona en la que nos movemos. Es una idea que construimos y a la que nosotros imponemos límites, a la que damos un principio y un final. Pero la tradición es, en la realidad, algo líquido, poroso, algo que fluye, que crece, que se empapa, que se transforma. No comemos como nuestros abuelos, de la misma manera que nuestros abuelos no comieron como los suyos.
Si hoy preguntas por un menú tradicional gallego a alguien en mi ciudad seguramente mucha gente te hablará de pulpo y de zorza, de empanada, de pimientos de Padrón, de albariño y tarta larpeira. Y, sin embargo, muy pocos de esos elementos estaban ahí, en el imaginario compostelano, desde donde escribo, hace 100 años. No, al menos, como los conocemos.
La empanada que por entonces era más popular en la ciudad según las crónicas ya no se encuentra en ningún restaurante. Los vinos más consumidos eran otros, la zorza era un plato de estricta temporalidad, vinculado a la matanza. Y así con todos y cada uno de los elementos de ese tópico que hoy consideramos inmutable, que nos empeñamos en embalsamar y que hemos ido creando a lo largo de las últimas tres generaciones.
Me ha ocurrido también con esta empanada. Hace 30 años era relativamente fácil de encontrar en la comarca. Había varias tiendas, colmados y ultramarinos en los que conseguirla. Y restaurantes, claro. Hoy escasean. Muchos de ellos han cerrado, otros sólo la tienen por encargo. E incluso dentro de la zona, gente más joven te discute que eso haya sido tradicional alguna vez en su pueblo con ese “pues aquí toda la vida…” que suena como una losa de mármol cerrando un panteón.
Lo inmediato nos impide, a veces, ver lo lógico. Lo cotidiano, lo que nos era más cercano y más querido, hace que a veces seamos ciegos con lo que pasa alrededor, fuera de nuestra cocina, fuera de nuestra familia, fuera de nuestra panadería de cabecera. Y si a eso le sumamos las ideas preconcebidas -eso no es una empanada, aquí nunca se hizo así, eso tiene que ser un invento moderno- y los prejuicios la simple existencia de algo que va en sentido contrario nos parece un agravio.
¿Cómo vamos a comer eso sin rompernos un diente? Olvídate de que es una empanada y de que como-empanada-que-es-se-come-con-las-manos-y-no-hay-que-separar-cosas. Enfréntate a ella como lo haría un niño. ¿Tienes manos? ¿Sabes usar un tenedor? ¿Crees que serás capaz de lavarte las manos al acabar? Pues ya está. No ha sido tan difícil.
Ahí está la realidad para demostrarnos que la tradición es sólo una etiqueta, excluyente a veces, reduccionista en muchos casos; para hacernos ver que incluso lo más próximo es más rico y diverso de lo que solemos imaginar, con raíces más profundas que, a veces, quedan fuera de la foto. Ahí está para hacernos ver que las etiquetas también son flexibles. Porque la realidad también es flexible y no suele aceptar límites perfectamente definidos.
La empanada de berberechos con concha y masa de maíz de la comarca de O Barbanza es un sabor de mi memoria, un plato en retroceso que quiero reivindicar, aunque sea con la pretensión un tanto fatua de que eso retrase un poco lo que a estas alturas parece ya inevitable. Pero es, en realidad, mucho más que eso.
Esa empanada es una máquina de generar interrogantes, de enfrentarnos a nuestras propias certezas, a lo que sabemos y a lo que creemos saber; es un artefacto que en un primer momento nos extraña, que quizás nos incomode. Puede que incluso nos agreda en cierta medida porque va en contra de todo lo que pensábamos tener claro respecto a nuestra cocina, a la de nuestra comarca, nuestro pueblo, nuestra familia.
Es un mecanismo que nos enfrenta a la idea de tradición, que nos hace cuestionarnos muchas cosas y plantearnos muchas otras, que nos sitúa frente a los límites de la cocina, de lo familiar, de lo aceptable y de lo apetecible; algo que hace que nos asomemos a posibilidades que tal vez ni nos habíamos planteado. Es un triunfo de la imaginación. Es un arma contra el pensamiento plano y contra lo preconcebido, contra lo predecible y contra lo esperado. Es una genialidad técnica. Y todo nace aquí, a un paso de casa, fruto del territorio y de la necesidad.
Menos mal que solamente es una mezcla primitiva de harina, agua y un marisco.