Las redes sociales son, hoy día, una herramienta más para los periodistas. No solo por el fácil acceso a algunas personas, posibles entrevistados o fuentes, que nos brindan, evitándonos cadenas de llamadas y favores; también porque son un vehículo, qué duda cabe, para la difusión de nuestro trabajo. No son (somos) pocos los periodistas que difunden su trabajo en redes sociales, incluso algunos las utilizan (utilizamos) como un espacio donde compartir miniartículos, pequeñas críticas e impresiones basadas en los conocimientos que hemos adquirido en el desarrollo de nuestra profesión.
Leo a muchos compañeros a través de redes sociales y, habitualmente, aprendo cosas de ellos. Y en estos posts compartidos no solo leo sus textos, también pierdo el tiempo (¡ojo, una manera de expresarme, porque el tiempo nunca es perdido!) leyendo los comentarios que suscitan.
Hace un par de meses, en un post que escribió un conocido crítico gastronómico sobre un bistró de Madrid, me llamó la atención un comentario que no versaba sobre los platos, ni sobre la calidad gastronómica del espacio, ni sobre su oferta en vinos... ¡No! Trataba del aspecto del cocinero y propietario. Decía algo así como que, él (el que escribía), no iría nunca a un lugar donde le atendieran con ese aspecto. Lo cierto es que el comentario me dejó estupefacta.
¿Tenía, acaso, el joven que salía en la foto un aspecto repulsivo? ¿Se le veía sucio? ¿Portaba algo que se saliera de lo normal? El cocinero aparecía con chaquetilla y mandil. También con la acostumbrada mascarilla de los últimos tiempos. ¿Qué era, pues, lo que tanto molestaba al comentarista? Tras observar la foto, solo vi una cosa: ¡llevaba pendientes!
Cuando creo que tenemos tantas cosas superadas, siempre encuentro a alguien que me sorprende. Ni se me ocurre dónde puede comer a gusto este comentarista. No dejo de pensar en la profusión de tatuajes de toda condición que luce un importante número de miembros del sector de la hostelería. Me da en la nariz que, entre ellos, no puede sentirse muy cómodo.
Limpieza y educación, por encima de cualquier otra cosa, son medidas exigibles. El resto, ¿debe condicionarnos? Si nos centramos en el aspecto físico de las personas, dejándonos llevar por nuestros prejuicios, lo único que conseguimos es no conocer tesoros que nos esperan a la vuelta de la esquina. La curiosidad no mató al gato; los prejuicios son los que matan la curiosidad.