Somos lo que somos, en cuestión de gustos gastronómicos, por toda una serie de circunstancias. En nuestras preferencias se suman cuestiones fisiológicas, culturales, ambientales y, junto a ellas, una parte muy importante de aprendizaje, de memoria colectiva y de transmisión.
Nuestras papilas y nuestro olfato son los que son, vivimos donde vivimos, así que nuestro paladar está acostumbrado a los productos que se pueden conseguir fácilmente en nuestro entorno; nos hemos criado en un contexto concreto, por eso las mejores croquetas son siempre las de nuestra madre.
Pero además de todo eso, leemos, vemos la televisión, escuchamos, buscamos información online. Y eso nos va formando una memoria del paladar más allá de lo que hemos probado, formada a base de recuerdos transmitidos de unos a otros que nos hacen desear visitar tal o cual restaurante, querer probar un plato concreto o preguntarnos a qué sabrá determinado producto.
¿Por qué decidimos, un día, que queríamos probar el sushi o el sashimi? Seguramente, si tenemos más de 40 años, porque lo vimos en algunas películas de los años 80 y nos intrigó. Luego, quizás, oímos hablar de un tal Nobu, admirado por Robert de Niro, con el que acabó asociándose. Si somos más jóvenes, quizás la influencia venga de las supermodelos de los 90, que lo convirtieron en uno de sus platos fetiches. O, ya más tarde, a través de Ferran Adrià y su fascinación con esa cultura gastronómica.
El hecho es que llegamos hasta ahí guiados, sugestionados por lecturas, charlas y películas. Así que nuestro gusto por estos platos, como por tantos otros, es algo transmitido, algo que nos contaron y que nos resultaba atractivo aún antes de haberlo probado. Y ahí es donde entra en escena la literatura gastronómica.
O la literatura en general, porque, al menos en mi caso, siempre me pregunté a qué sabría aquella cerveza de jengibre que tomaban Los Cinco en mis lecturas infantiles de verano, cómo sabrían los malvaviscos dorados en las hogueras o las alubias de los campamentos del oeste. De ahí, poco a poco, di el salto a la literatura especializada.
Y descubrí que ahí estaba todo, que la gastronomía va mucho más allá de los restaurantes y de los cocineros, que es un entramado al que se suman éstos, pero también productores, economía, geografía, historia, política, sagas de gobernantes, guerras…
Descubrí cómo la revolución francesa cambió nuestra relación con la comida, cómo la llegada de los españoles a América abrió toda una nueva despensa. Leí sobre la ruta de las especias, la navegación de portugueses y holandeses para hacerse con productos novedosos (canela, pimienta, clavo) en el sudeste asiático.
Me encontré con que una sola persona, Elisabeth Davis, le descubrió a los británicos de la posguerra la cocina mediterránea y cambió su manera de relacionarse con los restaurantes para siempre; cómo Alice Waters creó la cocina californiana del último medio siglo; de qué manera la Nouvelle Cuisine revolucionó el panorama culinario europeo.
Todo aquello a lo que no pudimos acceder por edad, por distancia, por capacidad económica y que es parte de nuestra cultura gastronómica está a nuestra disposición ahí: los restaurantes que ya no existen, las modas que han ido pasando, los platos icónicos de cocineros desaparecidos.
Y junto a ellos, la explicación de por qué las cosas fueron como fueron, de por qué son hoy como son. Montanari, Flandrin, Vázquez Montalbán, Faustino Cordón, Marvin Harris, Petrini, Colman Andrews; las reflexiones de Toni Massanés, las crónicas de Cristina Jolonch, Carlos Maribona, Pau Arenós, José Carlos Capel, Juanma Bellver, pero también de Jay Rayner, de Craig Clairborne, de Stefano Bonilli o de Eric Asimov; los textos de Rafael García Santos, de Mikel Zeberio, de Víctor de la Serna.
E incluso, antes de ellos, del Conde de los Andes, de Cristino Álvarez, de Cunqueiro, de Pla, de Jorge Victor Sueiro, Bettónica, Carmen Casas, Luján, el diccionario de Ángel Muro, los textos del Doctor Thebussem… Y aún no hemos mencionado el primer recetario.
Porque precisamente ahí está esa clave que tendemos a olvidar en los últimos años, en los que se publica sobre cocina más que nunca y, quizás, cada vez menos de gastronomía. Hay un mundo más allá de las recetas, de los cocineros, de los libros de cocina del programa televisivo de turno.
Sin quitarles un ápice de mérito, que lo tienen en la mayoría de los casos, creo que deberíamos recuperar el espacio para la cultura gastronómica en un sentido amplio, para los autores que reflexionan sobre cocina.
Porque ellos son nuestra memoria histórica, son quienes nos explican por qué estamos donde estamos, por qué, en buena medida, nos gusta lo que nos gusta ahora y no hace 20 años, qué es lo que hace interesante a determinada tendencia culinaria, cocinero o restaurante.
No podemos olvidar que somos hijos de nuestra memoria y que esto también es aplicable al ámbito gastronómico. Somos lo que comemos, sin duda, pero también lo que sabemos y lo que leemos sobre la alimentación y cómo nos relacionamos con ella. Ojalá no lo olvidemos nunca.