Calculo que en España hay unos 40 restaurantes. 50, como mucho, si medimos por aquellos lugares de los que se escribe.
Habrá quien me diga, lo sé, que no es cierto, que hay miles, que se habla de cientos, que las guías recogen puñados de locales en cada pueblo. Estos días, sin ir más lejos, la Guía Repsol anunciaba su nueva categoría, los Soletes, con más de 1.000 locales. Pero, asumámoslo, casi nadie hablará de ellos. Al menos de la mayoría.
En España escribimos sobre 40 restaurantes. Unos 30 de ellos están, por lo que sea, en Madrid o en Barcelona. Todo lo demás es campo.
Más de 80.000 locales dados de alta como restaurante, casi 300.000 si añadimos bares, cafeterías y otros negocios del mismo ramo. 250 restaurantes reconocidos con al menos una estrella por la Guía Michelin, 618 con un sol (o más) en la Guía Repsol. Y sólo hablamos de un puñado.
Son muchísimos los restaurantes con méritos más que sobrados de los que cuesta encontrar tres referencias en prensa de ámbito estatal en los últimos meses, y mira que somos gente escribiendo sobre el tema. Esto no les quita ni les pone méritos a los locales menos mediáticos, no es esa la cuestión, pero hace reflexionar.
Pienso ahora en otros como Ambivium, Cañitas Maite, Trattoria Manzoni, Tohqa, Leña… Casi cuesta encontrar a la persona que suela escribir con frecuencia sobre restaurantes que no haya publicado algo sobre ellos en las últimas semanas. Ha pasado más prensa por Casas-Ibáñez (Albacete) en el último semestre que en toda su historia.
E, insisto -porque con esto de personalizar se corre el riesgo de que alguien se sienta puesto en cuestión- en que esto ni les quita ni les pone a los dos jóvenes cocineros que han puesto el pueblo en el mapa y que sin duda tienen un mérito enorme. No dudo de que hacen un trabajo merecedor de atención y en que algo habrá cuando tanta atención se focaliza en un punto hasta ahora ignorado. Como tampoco les quita ni les pone a ninguno de los otros mencionados.
Lo que ocurre es que esta realidad, que al final se debe en buena medida a factores que no tienen mucho que ver con lo estrictamente gastronómico -y aquí entra desde una ubicación afortunada a la fotogenia, desde trabajar con la agencia adecuada (o no trabajar con ninguna) a tener más facilidad para hablar en público, desde quién escribe sobre gastronomía en tu provincia a qué apoyos da la administración- acaba por transmitir una imagen distorsionada al público más general.
Por supuesto que entiendo que un restaurante use todos los medios que tenga a su disposición para que se hable de él. Agencias, agenda de contactos, amigos, anuncios en prensa, patrocinios, invitaciones… Son un negocio y necesitan darse a conocer. Yo haría lo mismo. No tengo nada que objetar por este lado.
También soy consciente de que hay realidades fulgurantes que merecen ser contadas. Aunque es cierto que cada año aparecen tres o cuatro de estas y pasadas unas temporadas sigue por el medio solamente un porcentaje minoritario, como si se les quitase el fulgor de golpe. Todos conocemos locales que hace cinco años estaban hasta en la sopa y ahora -no hace falta dar nombres, no se trata de hacer sangre- siguen funcionando, a veces incluso con éxito de público, pero hace años que nadie les dedica ni una línea.
Sé que necesitamos novedades, tendencias, titulares, descubrimientos y rankings. La prensa gastronómica tampoco está exenta de esas esclavitudes, mi compañera Carmen Alcaraz lo contaba hace unos días. El número de clicks manda. Y más vale que no lo olvidemos. Aunque creo que aún así hay espacio, tiene que haberlo, para algo más.
Porque si sólo escribimos sobre esos 40 estamos haciendo más difícil para otras realidades asomar la cabeza. Quizás no tienen aún los contactos, tal vez no pueden pagarse una agencia (o no la quieren), puede que estén en un pueblo poco turístico. Y eso juega en su contra. Pero quizás por eso deberíamos hacer un esfuerzo extra para darlos a conocer y no imponerles un techo de cristal templado de doble capa.
Sería importante que dejásemos atrás los mitos de “lo mejor” y de “lo más interesante” porque, en líneas generales, no existen. Y porque suelen ser un coñazo, además. Por supuesto que hay casos excepcionales que merecen toda la atención, pero por lo demás lo que hay es una sucesión de lugares interesantes en una proporción variable que lo son, en mayor o menor medida, en función de sus circunstancias y del contexto.
Creo que será mejor que me explique: Si dos restaurantes hacen exactamente lo mismo, al mismo nivel de cocina, de producto y de creatividad, en la calle Ponzano y en Moscas del Páramo, provincia de León, no son igual de interesantes. La ubicación, el público potencial, la facilidad o dificultad para encontrar equipo o proveedores, la tradición de locales similares en la zona, el ticket medio, la renta media en la zona, las implicaciones de ese negocio para su entorno inmediato y muchos otros factores hacen que la historia sea muy diferente.
Ante esta realidad los que escribimos desde las periferias tenemos una responsabilidad añadida. Porque aunque es cierto que hay honrosas excepciones, una buena parte de quienes escriben se mueven poco de sus ciudades. Madrid, Barcelona, Costa del Sol y las ciudades bien comunicadas por AVE tienden a estar sobrerrepresentadas, mientras que de Teruel, Soria, Palencia, Badajoz, Lugo, Zamora, Lleida, Huesca o Ciudad Real se escribe poco, porque cuesta más llegar.
Y si en lugar de a las capitales nos vamos a los valles de Ancares, a La Siberia extremeña, a la Serra do Xurés, a la comarca de La Moraña o a alguno de esos sitios que exigen 2-3 días para ir, visitar el restaurante y volver, la presencia en medios se va diluyendo todavía más.
Habrá quien me diga que esto es así porque en esos lugares no hay realidades de interés. Creo que no es cierto. Por supuesto que no hay lo mismo que en la calle Goya. ¿Cómo va a haberlo? Pero no sé quién ha decidido que lo que se hace en las ciudades, lo que atrae a las guías, es lo único sobre lo que vale la pena decir algo
¿Cuántas queserías artesanas tradicionales hay en el barrio de Salamanca?, ¿Cuántas casas de comidas familiares, con cinco generaciones de historia, que son hoy ya el último lugar en el que perviven algunos platos del recetario de una comarca hay en Pedralbes? ¿Cuántas razas autóctonas que se están recuperando gracias al trabajo de un par de restaurantes próximos hay en Ruzafa? Hay mucha realidad gastronómica ahí fuera.
¿Cuántos jóvenes hay intentando sacar adelante un proyecto de dimensiones modestísimas, con recursos exiguos, en lugares por los que apenas nunca ha pasado alguien que escriba sobre ellos mientras mañana nos despertaremos leyendo un texto más sobre ese sitio de decoración pomposa en Madrid, en el que la cocina es secundaria, al que seguramente no vayas nunca pero sobre el que ya has leído una docena de veces este trimestre (y del que no volverás a leer nunca nada en pocos meses)?
¿Y cuántos renuncian a hacer algo en su pueblo, en su comarca o en su provincia porque saben que, además de las dificultades propias de ese lugar, es más que probable que nadie escriba nunca sobre ellos, precisamente por estar allí?
De la época en la que trabajaba con arte prehistórico guardo un aprendizaje que me parece realmente valioso y que se puede aplicar perfectamente a la gastronomía: por supuesto que hay obras cumbre que tenemos que conocer, estudiar, analizar desde todas las perspectivas y que debemos emplear como referencia.
Junto a ellas, sin embargo, hay otras obras secundarias sin las cuales no podemos entender esa obra maestra, trabajos que validan una tendencia, que explican un detalle o que hacen que lo otro, por comparación, resulte excepcional. Y por detrás de estas hay otras, de interés absoluto más relativo, igualmente necesarias para entender el conjunto.
La gran historia, esa que nos enseñaron con criterios casi decimonónicos en la escuela, la de los reyes, las batallas y las fechas imprescindibles, no existe sin la otra historia, la secundaria que, a su vez, se asienta en pequeñas historias cotidianas dando forma a una pirámide de la que nos empeñamos en ver únicamente el vértice pero que no podría existir sin su base. La historia, como la gastronomía, es fractal. La gran escala no puede existir sin la pequeña.
Es precisamente por eso por lo que empeñarnos en hablar sólo de 40 restaurantes deja fuera de la foto buena parte del paisaje y, poco a poco, lo va esquilmando. Nuestra responsabilidad es la de abrir el campo, la de ejercer de gran angular; dar voz a otras propuestas, hacer que aparezcan, que se entienda su aportación, fundamental para que el impulso llegue a todos los rincones. Tenemos que hablar de los casos excepcionales, pero también de todo aquello que les da sentido y de todo lo que da forma al contexto.
80.000 restaurantes en España, cientos de miles de pequeños productores, mercados, tiendas, militantes de la gastronomía que están consiguiendo que algunas realidades pervivan contra viento y marea; recuperadores de la tradición, escritores, investigadores, distribuidores, cocineras y cocineros de todo tipo. Y, sin embargo, todo eso ocupa un papel secundario en cuanto a visibilidad frente al enésimo proyecto del cocinero-empresario del que hay que hablar este mes.
No defiendo que haya que quitarles voz a los más mediáticos, aunque a veces sí que estaría bien modular un poco la intensidad, para qué vamos a negarlo. Lo que sí que creo es que somos suficientes personas escribiendo, suficientes medios, suficientes plataformas como para dar más voz a más realidades. Hay sitio para todos.
La gastronomía es un fenómeno global, diverso y colectivo o no es. Mientras nos empeñemos en la deificación, en los rankings, en crear estrellas más o menos fugaces seguiremos consolidando la visión de este mundillo como un gigantesco reality show. Y eso es justo lo opuesto de lo que necesitamos.
La gastronomía es un sector plural, con los pies en la tierra, silencioso y muchas veces ingrato, no lo olvidemos. Claro que hacen falta vértices representativos, pero no perdamos nunca de vista que para que ese vértice exista, tiene que existir toda una pirámide debajo de él. Y que si no la contamos, estamos, poco a poco, minando sus cimientos.