Hoy me voy a poner la barretina, ese gorro que ya no se pone nadie, pero que los catalanes nos calamos cuando salimos en defensa de lo nuestro. No en vano, la barretina está emparentada o recuerda al gorro frigio que vestían los revolucionarios en la Francia de 1789. Y sí, lo han adivinado, todo este ardor guerrero para hablar del vídeo de la receta del pan con tomate que el otro día publicó el muy prestigioso y muy leído The New York Times.
Para los que no lo hayan visto, y rápidamente, en el vídeo se tostaban en el horno unas rebanadas de pan por las que se restregaba un diente de ajo y a continuación se untaban con tomate rallado. Inmediatamente, se ponían rodajas de tomate de varios tipos por encima y se aliñaba con aceite de oliva, sal y pimienta.
La realidad es que el pa amb tomàquet admite casi cualquier cosa encima. A mi madre le encanta de un día para otro y comérselo con un pedacito de chocolate. Así que, se pueden imaginar que el auténtico problema, lo que de verdad sulfuró a muchos de mis compatriotas fue que se usara tomate rallado, lo que en Catalunya es considerado el mayor de los crímenes y la más ominosa de las ofensas. Compatriotas que, por supuesto, no leyeron el texto que acompañaba las imágenes y que ya explicaba que «la mayoría de los cocineros catalanes simplemente cortan el tomate y masajean vigorosamente el pan tostado con el lado cortado». O sea que se situaba, en el lado correcto.
Bueno, lo que los señores del Times ignoran es que esa afirmación es, por desgracia, falsa. El pa amb tomàquet vive tiempos de decadencia y en la mayoría de lugares el tomate se ralla y se unta, ya no se restriega. Y cuando sí se restriega, se hace de cualquier manera, sin ganas, y sin duda no vigorosamente. Así que a mis compatriotas enragés, lo primero que les diría es que más quejarse y devolver pans amb tomàquet de mierda a la cocina y menos protestar porque un periódico estadounidense publique una receta que es fiel, no a los cánones, pero sí a lo que por desgracia sucede cada día en la hostelería catalana.
Pero claro, lo mismo que hubo de esto hubo de lo otro, y no tardaron en aparecer los que consideraban que todo ese dramatismo y ese lamento eran desproporcionados y exagerados, que no había para tanto, que solo era pan y tomate. No pasa nada, de verdad. Desde 1714, estamos acostumbrados a recibir este tipo de palos cada vez que osamos defender algo propio.
Claro que los que nos acusaban de victimistas tampoco se habían leído el artículo, porque de haberlo hecho se habrían dado cuenta de que la receta se presentaba como catalana —se decía exactamente de Barcelona, pero ya nos entendemos— con lo que nos sentimos directamente interpelados y plenamente legitimados para exigir que si era una receta catalana, el tomate fuera frotado y no untado.
Cuando se quiere desacreditar algo, una de las tretas más facilonas es la de la comparación y si puede ser con un supuesto caso de éxito, mejor. Y claro, ya salió quien nos puso como ejemplo la gastronomía italiana, diciendo que era una de las más internacionalizadas del mundo —hecho indiscutible— porque, ojo al dato, los italianos habían tenido toda la paciencia del mundo y habían aguantado sin quejarse ante las interpretaciones y versiones que se habían hecho por todo el mundo de sus recetas más icónicas.
En primer lugar, creo que el hecho de que una cocina se internacionalice tiene beneficios obvios y evidentes —que no voy a descubrir ahora— pero también algún inconveniente como que se convierta en una cocina muy maltratada. Sin duda la italiana es un buen ejemplo y solo hay que viajar un poco o acudir a algunos supuestos restaurantes italianos de aquí para darse cuenta. También creo que para que una cocina se internacionalice nada mejor que, además de estar de rechupete como la italiana, tenga un Estado detrás. Pero este es otro tema, y avui no toca.
Pero esto de que los italianos no se quejan con las tropelías que sufren su carbonara, su bolognesa o su café es un chiste. Para el recuerdo queda la intervención del chef Gino D'Acampo en un programa de la televisión británica —búsquenlo en YouTube— y su «this is what is wrong with this country» ante el intento de atentar contra un ragú. Y hay miles de ejemplos más respecto a la carbonara o a lo que quieran, o como la que se organiza cada vez que alguien hace una paella de esas que se definen como arroz con cosas, o una tortilla española (de patatas) que de nuevo desde aquí se define como intolerable.
También hubo quien me dijo que le habíamos robado el pan con tomate al resto del litoral mediterráneo y a Andalucía. Para flipar. Pan con tomate se come en otras partes de la Ibérica, eso lo sabe todo el mundo, en algunas de las cuales el tomate se ralla y se unta. Y personalmente no tengo nada que decir. Es como se ha hecho toda la vida en estos lugares, como en nuestro caso se ha hecho frotando el tomate.
Porque claro que hay platos en algunas partes que se parecen a platos hechos en otras partes. La pureza en cocina es complicada. La tríada escudella-cocido-ramen sería un buen ejemplo. La del pa amb tomàquet-pan con tomate-bruschetta sería otra. Y la dupla pizza-coca de recapte, pues una más. Pero si una receta se presenta como catalana pues… el tomate se frota, si us plau. Y si no les gusta, pues «¡qué les den… cruasanes!»
Porque aunque haya platos o recetas similares aquí y allá, lo que sí hay son distintas formas de proceder. Y les guste o no a algunos, eso forma parte de la identidad de los pueblos. Todos tienen la suya, aunque a muchos nos les guste. La identidad está formada por muchas cosas —algunas minúsculas como un pa amb tomàquet con el pan restregado— que son importantes para la gente porque es lo que la identifica. La gastronomía también es identidad. Y no pasa nada.