Rosalía acababa de rasgar el aire granaíno con sus uñas cuando me zampé mi último shawarma. Fue el último no porque estuviera malo, el del 'albino' de calle Elvira era mítico, sino porque las circunstancias nunca más acompañaron. Aun sin ser consciente de ello, ya le había cedido a la vida la noche de mis viernes.
Un shawarma, chawarma, chawi (también kebab, kebap, kebatón, kebatrón si va en pan de pita) se toma de farra o no se toma. Esa es mi política. Hay plazas que han descontextualizado el plato y lo han refinado a la luz de Santa&Cole. No tengo nada en contra. Suelen estar muy ricos —como los de Jazmino’s en Bilbao (creo que ahora también en Girona)— y hasta hacen un buen baba ganush. Sin embargo, para mí un shawarma es otra cosa.
Hablo de: aire denso, luz blanquecina, vitrina iceberg, latas que construyen murallas más o menos inconclusas. Hablo de: nomenclaturas infinitas, cuerpos mutilados que giran, voces ajenas en la televisión. Hablo de: la digestión como proceso telúrico en la boca del estómago, sanadora de comas y que dura hasta el amanecer.
Hice la prueba. Intenté comerme uno a plena luz del día y en una casa que ni siquiera era la mía. Ni fuga ebria, como aquella del febrero de 2017 en Granada, ni el fantasma del aliento de otros en el pelo, ni la madrugada lamiéndome la piel. Nada encajaba. Qué era aquello que se me escurría entre los dedos y la comisura de los labios y que interrumpía la película. Por qué el sofá, por qué los juegos de los niños a través de la ventana.
Es la ceremonia, querida. Cualquier plato sin ritual es solo comida —o la mirada del hambre—. Un kebab es una fiesta en Berlín, una resaca prematura en Barcelona, las noches en las arterias de Málaga cuando aún corría sangre por ellas; un concierto flamenco en Granada con todos sus márgenes en el escenario y la tristeza de un final, porque un kebab sin despedida no es kebab.
Quizá solo para mí. Hoy los delivery también ofertan liturgias. Me doy cuenta cuando respiro un local de shawarmas un mediodía cualquiera. Hay quienes mastican pollo, cordero y falafels sin importarles que sea martes y que quede trabajo por hacer. Imagino a otros comiéndolos en la oficina. Viajo a la Rosalía de aquel invierno y a Niño de Elche, de quien fue telonera y a cuyas voces del extremo habíamos ido realmente a escuchar. A la salsa de yogur en el abrigo rojo que le tomé prestado a mi hermana y que nunca le devolví.
"Antes de que no valga la pena vivir en ti, porque se haya perdido el último rincón del mundo…", cantó Paco cuando yo era todavía un compás a destiempo. Era 2017, estaba en Granada y tuve noche y poesía mezcladas en la cabeza. También mi último shawarma en la tripa. Y un bebé, aunque entonces aún no lo sabía.