Dos días después de escribir estas líneas cumpliré 45 años. Hará una década ya que los manuales de estilo dicen que ya no soy joven. No es algo que me preocupe particularmente –tienden a preocuparme más aquellas cosas respecto a las que puedo hacer algo- pero reconozco que esta tierra de nadie cronológica en la que ya no soy una joven promesa ni tampoco aún un veterano del oficio me ofrece unas ciertas comodidades que, mira, ni tan mal.
Una de ellas es la desaparición de la inseguridad. Más allá de la que traigo conmigo de serie, quiero decir. Esa inseguridad del que está empezando y tiene todo por demostrar, o eso cree. A sí mismo y a los demás. Y lo hace, a veces, dando más voces de las necesarias.
La otra, la que más me gusta, es que uno va ganando cierta perspectiva. Tiene ya un histórico en el que, entre la gente a la que leía antes de dedicarse a esto, aquellos a los que considera su generación y los que han venido después va abarcando cerca de medio siglo de escritura gastronómica de este país.
Desde este punto intermedio, llamémosle así, lo primero que descubro es un distanciamiento creciente respecto a muchos de los clásicos recientes de la escritura gastronómica española. Sin que esto les reste un ápice de importancia, por supuesto. No cuestiono ni su importancia en su momento ni su influencia en las generaciones siguientes, espero que se entienda. Pero los leo y su tono ya no es el mío. Y en muchas ocasiones la cosa va más allá de una cuestión de forma y es el fondo el que, cada vez más, me resulta ajeno.
No pasa nada. Antes de que nadie termine de afilar el cuchillo diré que lo mismo me pasa con las obras de, por citar a alguno, de Caravaggio o de Ibsen. Entiendo y admiro su aportación en su momento histórico, pero es un momento que no puedo sentir como propio.
Hace unas semanas leía a un autor, no diré el nombre porque no he venido hoy aquí a hacer sangre, de los considerados esenciales desde hace medio siglo. Escribió una historia de la pasta en España en aquel tono, reconocible por los que empezamos a ir al colegio en los años 70, de quien está revelando la verdad sin matices. La verdad grabada en piedra que había estado esperando a sernos revelada.
Y lo que nos regalaba, en un porcentaje bastante elevado, eran tópicos, interpretaciones libres sin ninguna base más allá de su autoproclamada autoridad y teorías que hoy están más que superadas. Y no pasa nada, porque eso es algo que nos ocurrirá a todos los que dejamos opiniones y recapitulaciones por escrito. Antes o después quedarán superadas o serán rebatidas en buena medida. El problema no es ese. Es el tono. Ese dichoso tonito.
Lo que hace que algunos de esos textos –y este en particular- pertenezcan a otra era geológica es ese “ahora vengo yo a explicarte cómo son las cosas”, lo adanista (nadie te había explicado esto hasta ahora, menos mal que he llegado yo), lo monolítico (ya está, ya os lo he explicado. Esto es así y punto) y un cierto tufillo chauvinista que, ese sí, aunque esté ya viejo y gastado, sigue con nosotros con más frecuencia de la deseable.
Releo a muchos de los de la generación siguiente y no encuentro motivos para encasillarlos en otro momento histórico que no sea el mío. Son mayores y empezaron antes, pero su tono no es anterior, no hay esa cesura. Son quienes han marcado la escritura gastronómica de los 80, 90 y los 2000 y, en buena medida, siguen hoy haciéndolo.
Y a continuación llegamos los que estamos en ese limbo generacional en el que me incluyo. Y lo hicimos en un momento de cambio. Blogs, redes sociales, formatos nuevos que nos permitieron asomar la cabeza. Ahí descubrí a gente como Roberto “El Pingue”, a Mar Calpena, a Josep Àngel Guimerà, con tanto que aportar a este sector. Y junto a ellos poco a poco fui encontrando a Carmen Alcaraz, a Albert Molins, a Yanet Acosta (y hoy tengo la suerte de compartir espacio aquí con ellos tres), a Ana Vega “Biscayenne”, a Ruben Galdón, a Mikel Iturriaga, a Iban Yarza, Mònica Escudero, a Marta Miranda, a Jesús Terrés, a Pepe Monforte y a tantos otros que me parecieron entonces, y me siguen pareciendo ahora, lo mejor que le podía pasar a la escritura gastronómica en esta parte del mundo.
Me lo parecieron porque sumaban puntos de vista, porque eran gente con bagajes distintos entre sí y muy diferentes a la mayoría de quienes escribían por aquel entonces, gente que enriquecía un panorama que ya de por sí resultaba interesante.
Aquella primera generación relacionada de un modo más directo con la escritura online ha dejado de ser la última hace ya un tiempo. Lo cual, pasados 15 años, tampoco debería sorprender a nadie, así que esa no es la noticia. Detrás ha llegado una generación de escritoras y escritores jóvenes con una formación y una falta de complejos envidiable.
Se trata de una generación que tiene, en mi opinión, la enorme ventaja de un cierto distanciamiento. Muchos de nosotros, de los anteriores, crecimos inspirados en lo que se escribía hasta entonces y, sobre todo, en contacto directo –y quizás, a veces, prematuro- con los primerísima línea de una cocina española que por entonces era lo máximo a lo que se podía aspirar en este mundillo.
Ellos, los que han llegado después, lo hacen en muchos casos desde grados y masters que entonces no existían, familiarizados ya con unos formatos que nosotros y quienes nos rodeaban fuimos descubriendo sobre la marcha para bien y para mal. Y lo hacen desde una falta de prejuicios envidiable, menos embobados que nosotros, tal vez porque les ha tocado forjarse entre dos de las crisis más profundas de la historia reciente y eso, quieras que no, te quita mucha tontería de encima. O porque el boom de la vanguardia española ya estaba en cierto modo de retirada cuando ellos llegaron.
Hoy leo a diario a gente como Inma Garrido, como Rosa Molinero o Abraham Rivera; como Lakshmi Aguirre, María Nicolau (ojalá escriba más), Marc Casanovas, Claudia González Crespo, Sandra Lozano y un largo etéctera –disculpad las omisiones, que las hay- y creo que hemos dado un salto. Me gustaría pensar que yo no me quedo atrás respecto a ellos, en otra de esas eras evolutivas ya cerradas, pero lo cierto es que, a veces, los leo y no estoy tan seguro.
La riqueza de temáticas, de enfoques, de posicionamientos conceptuales, de estilos y de tonos es tal que uno solo puede abrazar su papel de escritor-de-mediana-edad-que-cree-que-ya-está-de-vuelta-de-todo-en-la-vida y asomarse al futuro con un cierto orgullo.
La gastronomía escrita es hoy en España más rica y diversa que nunca. En parte porque hay modelos que venían demostrándose como caducos y a ellos, a esta nueva generación, simplemente parecen no interesarles. Pero, sobre todo, porque con más perfiles formativos diferentes, con más bagajes distintos, con más diversidad todos ganamos.
Volved la vista atrás unas pocas décadas. No muchas, tres o cuatro. ¿Cuántas mujeres escribían sobre gastronomía? ¿Cuántos historiadores o antropólogos encontraban un espacio para hacer sus aportaciones en este campo, más allá de lo académico (y aún ahí)? ¿Cuánta gente que no estuviera en Madrid o Barcelona tenía eco en el ámbito estatal?
Hoy leo a gente que me habla de tabancos desde Jerez, de antropología de la alimentación desde Barcelona, de mercados de productores desde Boston, de un colmado de un pueblo de Cuenca o de restaurantes, aunque no sean los de siempre, desde cualquier lugar y eso me parece una gran noticia. Yo, que empecé escribiendo desde un pueblo en la periferia de una capital de apenas 100.000 habitantes a 600 km de Lisboa o de Madrid y a 1.000 de Barcelona, no puedo evitar sentir que esa es una batalla ganada. Su trabajito nos ha costado.
Porque la gastronomía también está ahí. Aunque hasta ahora sólo se hubiese entrado en muchos de esos lugares para poner la nota de color costumbrista. Y porque esa visión abre el campo de juego. Y aquí hemos venido a jugar.
Todo eso nos enriquece porque está escribiendo los primeros párrafos de un futuro gastronómico más rico, más diverso y más plural; un futuro que se suma a líneas de trabajo que ya estaban en vigor antes para complementarlas, que hace más grande el trabajo de los que estaban aquí antes y que nos obliga a los demás a esforzarnos por estar a la altura.
Tenemos por delante grandes años para la gastronomía, para el conocimiento gastronómico. No tengo ninguna duda. Y no la tengo porque mi generación está en una posición privilegiada: si miramos hacia un lado vemos a quienes llegaron antes que nosotros y que en muchos casos seguirán en activo durante décadas, aportando valor a este sector casi a diario; si miramos hacia el otro podemos ver ya el futuro. Y es un futuro que tiene muy buena pinta y del que me gustaría formar parte.