«Esto antes no pasaba». Se verbaliza en voz de mujer y pasa por mi lado. Algo de látigo tienen los demostrativos neutros: me obligan a girar la cabeza en todas direcciones para adivinar lo que sabe Dios que es esto, eso o aquello. Me convierten en una Golden a la que le lanzan una pelota con su afilado ñi-ñí, ñi-ñí, si se estruja.
Me afano en dar con esto que antes no pasaba y que pasa ahora y que parece molestarle tanto. No señala, pero lo hace, y el gesto, como la frase, me sorprende en una mujer de su edad, que es probablemente la mía. Su mirada juega al despiste, pero se detiene en una de las mesas de piedra del merendero. La ocupa una familia de Nicaragua que ríe y come y bebe alegremente. Sé que es de Nicaragua porque escasos minutos antes he hablado con el niño Antonio mientras se balanceaba torpemente en unos columpios que parecían haber decidido que ya no eran para él, y me ha contado que tiene 11 años, que es de Nicaragua y que aquella es su familia.
El domingo se desparrama por todas partes. Mi hijo es bala en un tobogán y sus dos amigues trepan y apuntalan gritos en la caseta de madera que preside el parque. Les cazo al vuelo y vuelvo a nuestra mesa, donde se celebra un desfile silencioso de tortilla de patatas y filetes de pollo empanados. Hay una ensalada y una cuña de Idiazábal. Mucho pan y mucha cerveza. En la brasa repiquetean txistorras, un par de churrascos de ternera, una pieza de secreto. Los hombres del grupo manejan las pinzas y se crecen ante las llamas mientras nosotras cortamos tomate de Gatika y mezclamos los aliños. Cuando los fuegos salen de casa, a nosotras nos enseñaron a no molestar.
Nuestra barbacoa tiene dos caras. Al otro lado del espejo no hay dos hombres como en la nuestra, sino una mujer con hijab. Otra vez el ñi-ñí, ñi-ñí de la pelota y no puedo evitar acercarme para ver qué está cocinando. Remueve una olla preciosa de metal que me cuenta se llama ‘marga’, pero que le falta la pieza de arriba, la 'mafaradda', que sirve para cocinar cuscús. Está preparando un guiso de cordero que un hombre se ha dedicado a despiezar allí mismo con un arroz fragante que me ofrece y que me sorprendo rechazando. Quién soy yo para merecer esa cucharada.
Me rebelo un poco más y antes de volver a mi lado del espejo, y mientras mis compañeras de mesa moderan una pelea por pepinillos, me acerco a tientas —que alguien guarde la pelota— a un grupo de mujeres envueltas en una música de ritmo endiablado que pincelan pedazos de carne sobre las brasas. Charlan animadamente hasta que aparezco cual sombra de invierno. Rompen filas cuando les pregunto por ese olor que exhala su parrilla. Me explican que marinan las piezas con cerveza, comino y sal antes de ponerlas sobre el fuego. El truco, me confiesan cómplices, está en no dejar de acariciarlas con la mezcla mientras se asan. Son colombianas. Menciono la bandeja paisa y se les abren los ojos. Y que si chorizo, que si huevos y judías y arepas con su aguacate y su arroz, pasamos el rato enumerando platos de los montes.
Se desparrama el domingo en el merendero y también la cultura y sus fronteras. Antonio ha vuelto con su familia y come helado como un niño que come helado, que es uno y son todos y es patrimonio universal. Se empeñan en que las cosas sean como antes, pero la vida transcurre de forma radicalmente distinta. Esto antes no pasaba: en las barbacoas no se cocinaban descubrimientos. Ahora ñi-ñí, ñi-ñí es más divertido.