Esta semana toca, imagino, que todos los que escribimos sobre gastronomía hablemos, para bien o para mal, de las estrellas Michelin. Cuando escribo esto, aún no se han entregado y tampoco sé cuándo se va a publicar el texto que ustedes leen ahora, así que lo prudente sería no decir nada, pero… ¿Prudente? Sujétame el cubata.
Imagino que en un tiempo y en una galaxia muy, muy lejanos, las Michelin debieron ser fieles al cometido con el que nacieron, que no era otro que guiar a aquellos que, ya fuera por placer o negocios, iban de una ciudad a otra y necesitaban un sitio donde comer o cenar e incluso querían hacerlo bien o muy bien. Pero las cosas como son; si ese fue un día su propósito creo que ya no.
¿O ustedes no han comido mal en un restaurante con estrellas Michelin? Y no hablo de encontrarse con uno que no se ajustaba a su gusto personal, que ya sabemos que para gustos lo colores. No. Me refiero a comer objetivamente mal. Porque yo sí. Incluso, les diré que comí muy mal en un tres estrellas de mi ciudad. Solo hay dos, así que las opciones son reducidas. Pero mal, nivel tomadura de pelo.
Y es que la cosa ya no empezó bien. Fui a celebrar mi cumpleaños con el amor de mi vida. Bueno, yo creía que lo era. Ella terminó por opinar otra cosa y el destino, como es habitual, hizo el resto. Pues bien, llegamos y nos dijeron que antes de llevarnos a la mesa pasaríamos a la cocina para unos primeros aperitivos y para saludar al chef. De poco sirvieron mis quejas de que no tenía ningún interés en conocer a nadie. Por lo visto eso iba en el precio era innegociable.
Bien, pues mientras esperábamos nuestro turno de audiencia —¡hay que joderse!— apareció el susodicho chef y al mismo tiempo un camarero bajaba con una bandeja con aperitivos o qué sé yo. El chef nos vio y vi claramente lo que iba a suceder: iba a montar el numerito. Y así fue. Paró al camarero, inspeccionó la bandeja, le dijo que eso no estaba bien y lo mandó de vuelta a la cocina.
Cuando fue nuestro turno, entramos en la cocina —pequeña y abarrotada— y entre estrecheces comimos unos snacks, mientras el jefe de sala no paraba de insistirnos en que si queríamos podíamos hacernos una foto con el chef. Miré al amor de mi vida, como preguntándole —más por cortesía que por otra cosa— si ella quería una foto con el tipo y cuando estuvo claro que ninguno de los dos tenía el más mínimo interés de guardar un recuerdo fotográfico al lado de semejante gañán, declinamos una y otra vez la insistencia del maitre, que a mi, personalmente, ya me empezaba a parecer irritante.
Pero claro, el que monta un numerito monta dos. Y al chef, le debió parecer que éramos tontos o que no sabíamos lo que queríamos, así que él decidió por nosotros. Se puso entre los dos, agarró al amor de mi vida bien agarrada por la cintura y le espetó al jefe de camareros que nos hiciera una foto. Yo no salía de mi asombro, sinceramente. Ese recuerdo se quedó en el teléfono del amor de mi vida, así que no tengo pruebas, pero les prometo que no miento.
Pero por fin salimos de ese templo del bochorno propio y ajeno, lleno de stagiers que no sabían dónde meterse, y nos llevaron a nuestra mesa. Y dirán ustedes que después de eso, las cosas solo podían hacer que mejorar. Pues no. Todo fue cuesta abajo. Allí me las tuve que ver con un sumiller, desaliñado y mal afeitado, al que nadie había enseñado a hacerse el nudo de la corbata, que después de haberle pedido un vino que yo sabía que al amor de mi vida le iba a gustar mucho —y así fue— y que a mi más, por lo visto mi elección le pareció de lo más sorprendente y quiso asegurarse de que sabía qué había pedido. Otro que me vio con cara de tonto. Casi tuve que darle la fecha de nacimiento del productor para que nos dejara en paz y, sobre todo, para que nos sirviera el vino.
Y la cena fue un horror, con platos infantiles como el chef que los había creado, de la que solo recuerdo lo que les he contado y nada de lo que comimos. Y del vino, claro. Que estaba buenísimo, como yo ya sabía.
¿Y qué nos enseña todo esto, niños y niñas? Pues en primer lugar que agarren de la cintura al amor de su vida todo lo que puedan, y en segundo lugar que estos días, cuando lean largas y sesudas admoniciones sobre las estrellas Michelin que se han entregado, sean ustedes listos y no hagan ni puto caso. Existe el riesgo, como acaban de leer, de que coman mal e incluso muy mal en cualquier restaurante. Idiotas, hay en todas partes y las estrellas Michelin hace tiempo que han dejado de ser la garantía que un día fueron. Estaría bien que lo volvieran a ser. No sé en qué se han convertido, pero ya no sirven como guía, ni faro, ni de triste linterna de minero.
Por cierto, si alguien busca al amor de su vida, yo estoy libre y sin compromiso.