Un día, un sumiller de un restaurante de campanillas me contó que le rompía las pelotas cada vez que servía una botella de esas que valen miles de euros -digamos un Petrus- a alguien que se olía a la legua que lo hacía sólo para presumir, y porque después, al llevarle la cuenta, no había riesgo de que tuviera que aparecer la Benemérita, porque estaba claro que la podía pagar. Eso de que los que no pagan la factura del restorán se quedan a limpiar los platos es un mito, aspecto este sobre el que niego rotundamente tener ningún tipo de experiencia personal.
De hecho, él dijo algo así como que le "dolía en el alma" porque es un poeta y muy buena persona, pero seguro que quiso decir lo que yo he escrito, que no soy poeta y que el día que me muerda le lengua -de forma literal- moriré envenenado.
Y es que… Cómo nos gusta presumir. En todo. En lo gastro también. Sin duda las redes sociales han jugado su papel en esta propagación del narcisismo, pero tampoco hay que echarles la culpa de las siete plagas de Egipto, porque el que es un imbécil lo es armado con una cuenta de Instagram o sin ella, vamos a ser sinceros.
O es que nadie se acuerda del cuñao que siempre presumía de comer en los mejores restaurantes y de la familiaridad con la que lo trataba el metre y -añadía- que sólo faltaría con el dineral que se dejaba cada vez que visitaba ese restaurante al que, por supuesto, él ya iba cuando no era más que un mesón de tres al cuarto.
La única diferencia es que ahora podemos saber que, como mínimo, el cuñao de turno no nos miente o no del todo porque, vamos, no somos tan ingenuos como para creernos que algunos de estos auténticos exhibicionistas caviar -por ir entrando en materia- pagan todo lo que se comen por estos mundos de Dios, ¿verdad? Yo tampoco. Pues eso.
Y ahí les tenemos. Alguno, no se sabe si por pudor o porque es rematadamente tonto, incluso se esconde detrás de una máscara de gorila y se hace fotos para su Insta con una montaña de angulas y un cocinero riéndole la gracia -maldita sea la susodicha- que da vergüenza ajena verlo. Y luego está el que se reúne en casa con sus amigotes, y eso es un despiporre de caviar, trufa -da igual que la temporada acabe de empezar y sea una mierda-, y vinos carísimos que se comentan con prosodia de experto, con prolijas referencias a añadas anteriores y todo.
Son esa misma gente que luego van a una casa cincuentenaria, donde es cierto que se ha detenido el tiempo -afortunadamente-, pero donde se sigue comiendo de narices, y tienen el tupé de ponerla a bajar de un burro, y ponen como ejemplo una humilde croqueta que les ha parecido demasiado densa, cárnica o no sé qué leches, pero intuyes que el problema es otro.
Y estos, amigos y amigas, son los sapos que nos tenemos que tragar, en muchas ocasiones, como auténticos príncipes de la gastronomía, como auténticos gourmets y gastrónomos. Los foodies son aspirantes a y, como tales, tienen tiempo y campo por correr -aunque normalmente lo recorren por la senda equivocada-, pero hay esperanza para ellos. Pero a estos los hemos perdido. No entienden nada y ya no lo van a hacer. No es que jueguen en otra liga, es que juegan a otro deporte. Se trata sólo de demostrar que tengo acceso a cosas que tú no. Se trata de que nos quede claro que son ricos que te cagas.
¿Qué es lo que me molesta? Pues muy fácil. No es el narcisismo, pues al final que cada uno se trate sus problemas psiquiátricos como pueda. Es la banalización y la ostentación pretenciosa. Sobre todo lo primero. No tanto la banalización de lo que es el lujo, que me la trae bastante al pairo, sino la banalización que se produce, con estas exhibiciones impúdicas, de todo lo que hay detrás de ingredientes maravillosos -porque el caviar, la trufa en plenitud y algunos vinos carísimos son maravillosos (las angulas algo menos, IMHO)- y que los reduce a su aspecto más mercantilista de simples productos de consumo -que sin duda lo tienen-, y además caros.
Recordemos brevemente que, hace un porrón de años, en Cala Montjoy hubo quien dejó por escrito que el valor gastronómico de una sardina era exactamente el mismo que el del bogavante. Pero estos no se comen una sardina ni por asomo, y si lo hacen no nos lo enseñan, y estaría muy bien que lo hicieran.
Tienen tirón en las redes sociales, y el respeto y admiración que despiertan, además del prestigio que atesoran como auténticos conocedores de la verdad gastronómica que les debió ser revelada -digo yo- por el mismísimo Curnonsky, vista la autoridad con la que pontifican, harían un bien ilustrándonos sobre las bondades y el interés de ingredientes más, ejem, humildes.
Pero, nada. Mejor el caviar, la trufa y el foie que no tienen espinas. Y si puede ser en grandes cantidades y to el rato, mejor aún. Son como niños, los pobres. Infantiles. Si es que, en el fondo, hay que quererlos. Además, hay un subtexto en todo esto que aún es más irritante y al que ya he hecho referencia. Ese intento de hacernos comulgar con ruedas de molino y de hacernos creer que ellos sí saben comer, que ellos sí entienden de gastronomía, cuando en realidad no son más que unos auténticos horteras. Podridos de pasta, pero unos horteras.
Y aún estaría mejor que aprovecharan su tirón mediático -por decirlo de algún modo- y que explicaran las historias maravillosas que hay detrás de todo eso que devoran con fruición. Detrás de cualquier producto hay una historia que contar. Y personas, oficios, tradiciones y cultura en definitiva. Pero si te haces una foto con una montaña de angulas queda claro que te importa una higa, y que probablemente la desconozcas.
A estas alturas, habrá quien me diga que destilo mucho odio de clase. Para nada. No tengo nada en contra de que a la gente le vaya bien en la vida, que gane mucho dinero, sobre todo si es sin explotar demasiado a nadie, de forma legal y gracias al trabajo y al talento individual. Y por supuesto, una vez amasada la fortuna, aún tengo menos inconveniente en que cada cual se la gaste como mejor le parezca, pero con decoro por favor. Además, esto de ser más rico o menos depende de con quién te compares, y en cualquier caso personalmente ni tengo derecho a quejarme, ni entre mis muchos traumas -propios, heredados e inducidos- está el del auto odio.
Lo de la envidia, que los veo venir, ya si eso lo dejamos para otro día. Vivo satisfecho, pueden estar seguros. Eso no quiere decir que no tenga mis gastrosueños húmedos y que se quedan en eso, porque no me los puedo permitir. Les voy a contar uno.
Me gustaría, un día, poder beberme una botella del Domaine de la Romanée-Conti. No hace falta que sea de una superañada, ni nada por el estilo. Mientras sea una pinot, me conformo. Mi hijo menor -t’estimo Marcel- me dijo un día que uno de sus propósitos en esta vida sería ahorrar para podérmela regalar. Yo confío en que si puede cumplir su promesa será cuando ya tendrá edad para beber. Y ese día, nos la beberemos juntos mientras yo le explico la historia de la bodega y le hablo del príncipe de la Romanée y de Aubert de Villaine.
¿Por qué saben una cosa? Mi auténtico gastrosueño húmedo es poder entrevistar un día a Aubert de Villaine.
Gorak, majo, ¿sabes de quién te hablo? Hace unos vinos que cuestan una pasta y que con las angulas, pues de puta madre. Tú que puedes, anda. Y no te olvides de la foto, sobre todo.