Pertenezco al verano y sus terrazas. Puede que sea porque nací un 30 de agosto o porque crecí en un norte por el que el sol pasaba solo de puntillas. Me entrego a las cenas de verano: condensan la promesa de una prórroga, de un tiempo regalado a los relojes, de una mañana que siempre está por llegar.
Antes, cuando los barcos, los aviones y los trenes descargaban cuerpos blancos ávidos de sol y gazpacho, era verano y ni siquiera le prestábamos atención. La ciudad dejaba de ser nuestra. Ellos se reían en las terrazas y nosotros nos convertíamos en seres de azotea y sbagliato, de jardín -de otros- y vino, de patio privado y cerveza fría. Nos encerrábamos en el balcón y asábamos pescado en una barbacoa de segunda mano porque no nos quedaba otra que abandonar las sardinas de chiringuito.
Los meses sin erre pertenecían a otros. Tenían algo de nostalgia, de película de Rohmer.
Ahora conquistamos los restaurantes sin urdir planes ni amañar carreras -siempre he sido de zancada corta-. No reservamos. Nos dejamos llevar por la noche malagueña, somos espontáneos, improvisamos citas en mesas libres, nos permitimos tener la nevera vacía.
Y es posible porque este año no hay turistas. Tampoco lo seremos nosotros. No hay hordas de británicos ni franceses ni nórdicos en Málaga igual que no habrá españoles en Croacia, en Italia, en las islas griegas. Hemos podido cenar en Back Tapas, en Primeria Selección, en Takumi Marbella porque sí, porque tras un Spritz de Rocco nos dan igual los después.
También nos hemos sentado en la terraza de La Cosmopolita de Carnero porque pasábamos por ahí y se nos había antojado un pepito y un jerez, en la terraza del Caleño solo por experimentar por una vez lo que era comer en primera línea de playa en pleno estallido del mes de julio.
Nos sentamos al fresco, a mesa puesta, con la noche que pasea y pasa frente a nosotros con un helado en la mano. Somos los que ahora ríen en las terrazas. Hemos vuelto a ser los habitantes de un barrio o un pueblo como lo éramos en los ochenta, más en el norte que en el sur. Noche serena en la plaza, prohibido jugar a la pelota, el trago de siempre en el mejor restaurante que la ciudad podía ofrecerte. La temperatura cálida meciéndote en los brazos de tu madre.
Entonces los forasteros nos fascinaban. Todavía conservaban el magnetismo aprendido de las películas del oeste. Quién es. De dónde viene. De quién es primo o conocido y cómo ha llegado aquí. Qué es lo que busca. En los últimos años hemos sido nosotros los que nos sentíamos, como escribe Pablo Bujalance “extraños, fuera de sitio, ajenos a Málaga”.
Y tras -ante, bajo, cabe, con- la pandemia nos asomamos a la ciudad desde el asombro. El verano es un poco más nuestro sin esa insensata invasión del espacio social. No hay turistas, no. Sin embargo, mientras algunos disfrutamos de su ausencia otros sudan en locales vacíos, en un centro desierto y plagado de grupos inversores. Los extranjeros hacen caja y muchos tienen las cuentas desencajadas.
Algunos desaparecerán y quedarán los restaurantes que nos han visto pasar y esperar y salivar a la caza de una mesa en una terraza abarrotada. Los que nos han visto en verano, pero también en invierno y un martes laborable de tormenta. Los que nos han visto. A los de aquí. A los de siempre. Lo siento mucho por ellos, por los Danis, Fernandos, Marías, Sergios, Elenas. No por los demás.
A ellos les pido disculpas por disfrutar de este verano que vuelve a pertenecerme ahora como yo pertenezco a las cenas de verano y sus prórrogas.