La otra noche salía de cenar en un lugar en el que todavía no había estado. El verano se había instalado de golpe: la bofetada nocturna, húmeda y caliente típica de esta ciudad fue una sacudida que me reveló algunas cosas. "Los mejores meses del año ya están aquí", pensé, y aquella felicidad se contrapuso a la decepción de que, pese haber gastado una cantidad de dinero considerable en aquel restaurante, me había quedado con hambre.
Y me quedé con hambre a conciencia. Me explico: pedimos el número de platos recomendados y uno más, pero ninguno fue especialmente convincente; varios no estaban bien resueltos en cuanto a sabor o textura; y uno tenía, directamente, legumbre cruda. Por esto y por la reticencia de seguir gastando insatisfactoriamente, a pesar del hueco en el estómago, no pedí nada más. El ambiente era agradable, el equipo trabajaba con profesionalidad, decisión y amabilidad, tanto en cocina como en sala, la carta era muy atractiva, de las que les das un vistazo y meditas por unos segundos loco en pedírtela entera. En definitiva, el lugar parecía tenerlo todo para salir de allí dando palmas, pero lo que pasó es que salí con el estómago roncando ligeramente y pensando en las cosas que ahora escribo.
Barcelona será París en breve, y los barceloneses empezaremos a lucir tan esbeltos como los parisinos. Comer y beber de forma satisfactoria latu sensu, tanto en calidad como en cantidad, en cierto tipo de restaurantes, se está volviendo misión imposible por debajo de los 90€. A este ritmo, a quienes nos gusta salir a comer con asiduidad un determinado estilo de cocina —llamémoslo bistronómico, gastronómico, fine-dining, etc.— pero por desgracia no gozamos de grandes billeteras abultadas, acabaremos perdiendo peso, tanto o más como gramos están perdiendo los platos que nos sirven últimamente en distintos de estos restaurantes.
Por si fuera poco, en la coctelería está sucediendo lo mismo. Lo que en el restaurante es una pérdida de gramos, aquí es una pérdida de grados. Los cócteles están perdiendo alcohol con la misma velocidad que ahora es (demasiado) fácil beberlos, porque son unos pequeños refrescos (cada vez más pequeños) muy ligeramente alcoholizados. A mi entender, apartarse de la receta y variar drásticamente los ingredientes de un cóctel lo transforma en otra cosa, o en un cóctel degradado.
Aclaro que no estoy pidiendo cantidad por encima de calidad ni tampoco busco el atiborre barato cuando salgo a cenar o a tomar una copa. Pero lo que está ocurriendo, a mi parecer, es un desequilibrio entre los precios, las cantidades y las proporciones o ratios de unos ingredientes frente a otros, las calidades y los esfuerzos de ejecución. A todo esto, no me quejo. Quizás no hemos pagado lo que costaba, durante un par de décadas, por salir a comer y a beber, y eso se ha reflejado en los salarios bajos y las largas jornadas sufridas por los trabajadores de la hostelería que hoy, por fin, empiezan a cambiar.
Interpreto así lo que está pasando ahora: nos encontramos en un momento de timidez para subir los precios que lograrían mantener ese gramaje en los platos y esa graduación en las copas, y por eso se han reducido los pesos totales, tanto en fondos como en productos. Creo que este es el primer y menos agradable estadio de un cambio de paradigma en un determinado segmento de la hostelería, aquel en el que se da un paso atrás, se intentan distintos reajustes y se recalcula, para finalmente lanzarse hacia adelante con una subida generalizada, tanto de calidad como de precios. Si no estoy equivocada, el sector se fortalecerá en muchos sentidos y esto será positivo para todos, al fin y al cabo, aunque yo pueda salir menos a comer y a beber. Y ojalá también pase lo siguiente: que aumente la oferta de espacios honestos y más accesibles, probablemente con menor infraestructura y mayor informalidad en general, que sume lo mejor de nuestra tradición de bares con los nuevos estilos de comer y beber que nos han cautivado en los últimos 20 años.