Comprenderán ustedes que, consecuentemente, esté hoy día muy escamado por el mareo de tierra que se trae todo quisque con la cosa y la causa del pescado. Comer pescado de calidad supone un problemón para los pobres y un pastón para los ricos. En breve será uno de los grandes lujos de esta vida.
Y cuando escribo “pescado de calidad“, quiero decir productos de la mar frescos, vivos, sanos, auténticos y crecidos en libertad. Salvaje se dice ahora.
Quien quiera para sí este tipo de pescado, que prepare la cartera y empiece a tirar de billetes verdemar. Los precios de venta directa al consumidor en pescaderías y mercados han alcanzado niveles insospechados. Hasta las sardinas y otros pescados humildes estaban este verano tan por las nubes que los también humildes humanos sin posibles se las veían putas para comprar aquellos pescados que siempre han podido venir consumiendo a diario y que ahora les cuestan un ojo de la cara. Mientras, al otro lado de esta desequilibrada balanza, ves compradores de a pie pagando, sin que se les tuerza el gesto, cantidades desorbitadas por lo que se supone es bueno y por lo que no lo es tanto. Visiten cualquier sábado cualquier mercado y verán lo que es bueno.
Por otra parte, es sabido que los precios en lonja a los que se cierran las compras por los entradores e intermediarios que surten a pescaderías y, sobre todo, a restaurantes, tampoco resultan nada baratos. Y oyes de continuo las quejas de los restauradores sobre esa carestía para justificar así los precios de altura de sus ofertas. Al tiempo, se sabe que pelean entre ellos por llevarse lo mejor de lo mejor sin importarles la astronomía de las cifras que pagan, pues luego las repercuten en sus cartas con sus correspondientes incrementos rompebolsillos.
Llegamos así al cliente. Por la parte más alta del estatus social no se andan con chiquitas, quieren y buscan lo extraordinario y punto. Se paga lo que sea menester y las angulas, el caviar, las cigalas y langostas, etc. no surcan el mar sino vuelan a la cazuela. Nada que añadir. Bueno sí, que para disimular le ponen a todo un huevo frito por encima. Por la parte media del escalafón, se buscan restas donde la relación calidad/precio sea aún llevadera, se reduce el número de visitas y se negocia con el restaurador amigo una rebajita que te deje medio vivo. Y por la parte baja, se rebusca hasta el límite en la morralla y el congelado y se encomiendan a la Virgen del Carmen.
Si escuchamos al sector pesquero, armadores, capitanes, marineros y demás que lo conforman, los gritos de desesperación llegan a los cielos que cubren los mares por donde faenan y su principal requisitoria es que, en las condiciones humanas, reglas administrativas y requisitos empresariales con los que les tienen enredados, los precios a los que venden no les dan para vivir, su subsistencia está en peligro y sin generaciones venideras que tomen el timón de sus barcos ni echen sus redes. Tragedia.
Para completar y cerrar este cerco, aún hemos de añadir el agua desalada de las granjas, los esteros y la crianza en cautividad, e incluir su cuestionada alimentación como solución incuestionable frente a la esquilmación descontrolada y pirata de los productos del mar y la necesidad absoluta de mantener su sostenibilidad mediante paros biológicos y regeneración de las especies que caigan en peligro de extinción.
Así pues, sacar conclusiones precisas y coherentes y útiles de todo esto y de cara al futuro, no es nada fácil; no seré yo quien se meta cual quisquilla ilusa en esta NASA, aquí lo esbozo y lo dejo para los estudiosos y metódicos teóricos que quieran romperse el espinazo. Yo tengo mi horizonte ya trazado, aguantaré aquí arriba y afuera más que un buzo en un estanque hasta que llegado el día indicado me dejen a la deriva en aguas profundas para no regresar. Y reconvertirme así, ya para siempre, en ese Big Fish de la novela de Wallace y la peli de Burton en cuyas superficies tanto me gusta verme reflejado.