Sábado de Gloria. Me calzo las zapas más cómodas que tengo y me voy andando hasta el centro de la ciudad. Hace un siglo -uno de dos años de duración exactamente- que no voy, pandemia mediante, y aprovecho dos cosas como excusa. La primera, que en poco más de una semana cumplo 53 años, vienen unos amigos a comer a casa y quiero comprar una botella de la edición de este año del Fino en Rama de Tío Pepe para el aperitivo.
La segunda es que hace un día absolutamente veraniego, así que zapas, manga corta, gafas de sol y no me pongo bermudas porque solo estamos a mediados de abril y creo que, uno, aún es pronto para exhibir mi piel blanquecina -gracias por tanto melanoma de hace 14 años- y dos, que aún es pronto y que ya habrá tiempo en verano.
Tardo poco más o poco menos quince minutos en plantarme en passeig de Gràcia e inmediatamente me doy cuenta de lo ridículos que eran mis temores a desentonar por culpa de los bermudas, ya fuera porque no es todavía época o por el color de mi piel. La avenida y todo el centro están atestados. Han vuelto. Los turistas han vuelto y ellos (y ellas) tienen bastante menos reparos que un servidor a la exhibición epidérmica y menos respeto por la estricta observancia de la estacionalidad de la moda.
Me abro paso entre la marabunta gracias a la agilidad que me proporcionan mis zapas e incluso tengo tiempo de rescatar y devolver una rebequita -esa sí es una prenda para la primavera- que se le ha caído a una señora francesa y que no se ha dado cuenta. De nuevo mis zapas me permiten alcanzar a la mujer en dos o tres zancadas rápidas antes de que esta desaparezca entre la muchedumbre de tatuajes al aire.
Compro la botella de fino y me acuerdo que hace menos de una semana nos bebimos una igual mano a mano con mi amigo Óscar Soneira. Los dos estuvimos de acuerdo en que se trata de la versión más bebible de este vino de Jerez que ambos recordamos. O quizás fue la excusa que nos dimos entre los dos para justificar que nos cascáramos toda la botella. La verdad es que dejamos las intenciones claras cuando le dijimos al camarero que dejara la botella en la mesa, en lugar de servirnos dos copas y largarse.
Así que ya con la botella en mis manos, dentro de una bolsa, enfilo el camino a casa. Esta vez decido dejar passeig de Gràcia y caminar por la paralela rambla Catalunya, con la esperanza de que la cosa esté más despejada. Pues más o menos, la verdad. Allí el espectáculo es otro.
Mientras subía no pude evitar darme cuenta de la cantidad de jóvenes sentados en las terrazas con cara de haber pasado una noche más bien distraída, lo que viene siendo la resaca de toda la vida, que bebían todos unos combinados de sospechosos colores pastel. Rambla Catalunya era, para las abuelas de buena familia, la calle tradicional de las horchatas -como los bermudas aún es pronto para ellas- de los cafés con leche y la bollería variada de alguna de las pastelerías del bulevar o del Cacaolat y los bikinis, que es cómo se llama en Barcelona al sándwich mixto, de sus nietos. La calle de las pastelerías, las zapaterías, las tiendas de telas y ferreterías, todas ellas de toda la vida. Sé de qué hablo. Yo fui uno de esos nietos.
Rambla Catalunya fue eso y ahora es otra cosa, porque además creo que jamás había visto en una sola calle de cualquier ciudad española tantos establecimientos con la palabra ‘tapa’ en sus rótulos y en su oferta. Rambla Catalunya convertida en una calle de Magaluf o de cualquier ciudad de la costa catalana.
Sorprendente porque, como ya he dicho, eso no solía ser así, y si bien es cierto que en los últimos años se habían ido abriendo alguno de estos locales, ahora esta rambla casi parece el epicentro de las tapas de quinta gama de la ciudad. Por otro lado, las tapas nunca han sido un clásico de Barcelona o de determinada Barcelona burguesa.
No estoy en contra del turismo, pero sí en contra de que las ciudades se vuelvan un parque temático por su culpa y que vayan perdiendo su identidad poco a poco, local de tapas tras local de tapas. Y también no puedo evitar pensar qué sucederá con todos estos locales y la gente que trabaja en ellos cuando llegue la próxima crisis -que llegará- y tengan que cerrar.
Como incluso en guirilandia hay oasis y remansos de paz y como es la hora de la cervecita, salgo de la avenida colonizada por una de las calles laterales y me siento en la terraza de un local cercano del que sé que no voy a salir muy perjudicado.
Pido una copa de cerveza y la versión de las bravas de la casa. La cerveza llega enseguida, pero pasados veinte minutos no hay ni rastro de los tubérculos -aquí con allioli y una versión, una de tantas, de la salsa romesco-. Reclamo, el camarero mira su handy, me confirma que están pedidas y cuando está apunto de darse media vuelta, me pregunta si nadie me ha advertido que la cocina no abre hasta la una. Yo, que había hecho mi comanda a las doce y media, le digo que no.
Y ahora sí, con un par, se da media vuelta sin decir un lo siento y sigue vistiendo las mesas de la terraza con platos, cubiertos y botellas de aceite y vinagre. Barcelona posa’t guapa.