El mundo se va, definitivamente y sin remedio, a la mierda. Y con nosotros dentro. Me explico. No sé si recuerdan un artículo que escribí hace casi dos años en el que les hablaba de la gourmetización o, lo que es lo mismo, el proceso por «el cual algo, por simple que sea, cuando es adoptado por un determinado grupo social —normalmente pudiente y elitista— se convierte en algo prémium, y automáticamente adquiere un aura de jenesequoi».
No creo yo que la alta cocina, tal y como están las cosas, vaya a ser de disfrute masivo ni en los próximos meses, ni tan solo en los próximos siglos. Siempre ha sido algo cuyo gozo de forma más o menos habitual ha estado restringido a unos pocos. El resto, la mayoría, ahorramos y vamos a esos restaurantes cuando podemos.
Pero la cocina de relumbrón no se hace sola, hay que hacerla. ¿Y quién la hace? Pues chefs con aureola de divinidades de la cocina que parece que todo lo que sale de sus cazuelas es —pues eso— ambrosía de los dioses. No importa que sea un turrón de patatas fritas, peces de piscifactoría o hamburguesas de fast food. El dogma dice que si lo ha hecho Fulanito o Sutanito estará bueno sí o sí. Eso también es gourmetización
Ahora bien, lo que no vi venir es que la cosa llegara a los niveles de ridículo con los que me topé el otro día, en una dura pugna con el anuncio de un cocinero que había decidido que en sus restaurantes la ensaladilla rusa pasaría a llamarse desde entonces ensaladilla Kiev, como protesta por la invasión rusa de Ucrania. En Rusia deben estar flipando y muy preocupados. Aunque ellos le llamen ensalada Olivier, para mayor honor y gloria del cocinero medio francés medio belga que dicen que la creó a mediados del siglo XIX.
Pues esta ocurrencia, como les decía, compite a cuál más descabellada con la de otro cocinero que anuncia comida gourmet para mascotas. A ver, que la idea tampoco es nueva y ya hay en el mercado comida para todo tipo de bichos que se anuncia como tal, pero yo nunca había visto que ningún cocinero estrellado pusiera su cara a ninguna. Ya se pueden imaginar que el precio por kilo es más o menos cinco veces superior al del pienso convencional.
Es que no tiene desperdicio: «Gastronomic petfood. Bienvenido al lugar donde se fusionan las técnicas de la alta gastronomía con la alimentación animal», se lee en su página web. No contentos con dignificar la cocina tradicional con sus sifones, sus impresoras 3D y lo que haga falta, ahora también la comida para perros y gatos.
Imagino que esto es lo que termina por dar sentido, en su relación con sus mascotas, a aquellos que dicen cosas tales como «Flusky es como de la familia». Así que si Flusky es uno más de nosotros —llámale familia, camada o lo que Dios quiera que tengas— y a nosotros nos da de comer tal cocinero, pues a Flusky también.
Claro que la cosa puede ser peor. A fin de cuentas la alta cocina, como decía al principio, tiene un alto componente aspiracional. Yo aspiro a comer en tal o cual restaurante, pero no me lo puedo permitir. Así que ajo y agua y sigo soñando. Pero mira, ese cocinero, a cuyo restaurante me muero por ir, ha sacado un turrón (de mierda), hamburguesa (de mierda), comida para Flusky que bueno, es cara de cojones, pero mucho más barata que ir a ese restaurante al que muero por ir. Así que la compro y así es como si un poco yo también me la comiera y participara de eso que no me puedo permitir.
Ya sé que la cosa suena un poco freudiana pero vaya, que el márketing hace tiempo que sabe, mucho mejor que nosotros, cómo funciona nuestro coco.
Porque al final del cuento, Flusky no necesita que su pienso sea ni gourmet ni gastronómico. Entre otras cosas porque Flusky no sabe qué significa ninguna de estas dos palabras. Flusky come porque tiene hambre y bebe porque tiene sed. Porque su instinto le dice que tiene que comer y beber para no morir. Pero como por culpa nuestra Flusky es tonto, como lo fueron todos sus antecesores y lo serán todos sus descendientes, no puede conseguir su propia comida y se la tenemos que poner nosotros en un plato con su nombre. Que ya les digo que, si no lo llevara, Flusky se la comería igual, porque no, queridos, Flusky no reconoce su nombre en el puto plato ni en broma.
Lo gourmet remite al hedonismo. Y el hedonismo, amigos de los animales, es una condición humana. Los animales no follan para pasárselo bien, sino para reproducirse. Y no comen para disfrutar de la comida, comen para no morir de inanición.
Pero la culpa de todo, admitámoslo, es nuestra. Hemos antropomorfizado a los animales más allá de nuestras posibilidades y ya les creemos hasta capaces no solo de gozar de las mismas cosas que nosotros, sino de dotarlas del mismo sentido y significado. Así las cosas, no me extraña que haya quien piense que los animales tienen derechos.