Coges el tenedor como quien se agarra a una rama en pleno descenso. Él sigue gritando en el piso de arriba. Baja a cada tanto y de tres en tres, como empujado por una ira antigua, los escalones de madera que chirrían a su paso y que tú ayudas a limpiar, aunque esta no sea tu casa. Mientras vocifera frustraciones, hincas el tenedor en cada uno de los macarrones que has preparado exactamente como todavía los prepara tu madre.
Has hecho de la cebolla epitafio. El chorizo —dulce— ha repiqueteado en el aceite durante algunos segundos para gorgotear después bajo el tomate triturado. La pasta pasada de punto, claro, aunque sabes que no es como debe ser. Has trabajado la bechamel con una paciencia que aún no te corresponde y que ahí ha estado, disolviendo grumos de harina en círculos concéntricos. El antebrazo agarrotado, la ola mantecosa, tu escasa docena de años de puntillas sobre el fuego.
Masticas los cilindros gomosos uno a uno en la cocina hasta erigir esa otra a la que sí perteneces, como la niña que los une con hilo en el parque para componer un collar de pasta la mañana de los domingos. Le rodea el cuello y alcanza su pecho y «es el más bonito que la ama ha visto nunca». Quieres ser ella, su domingo y el final de estas malditas vacaciones de verano que ni siquiera has pactado tú. Es verano, pero dónde.
A tu lado pace tu hermana pequeña, que lo es solo a medias, pero también de forma completa. Come sin inmutarse. No le alcanza la metralla, aunque ese ser que ronda el marco de la puerta sea onda expansiva. Es más joven, pero tiene la piel más dura que tú. Desconoce de dónde vienen esos macarrones que has preparado porque te has pedido cocinar, porque querías, porque notabas el aire expandiéndose y constriñéndose cada vez más deprisa. Esta sí es su casa. El que atruena de vuelta a la planta superior también es su padre, pero ella no agarra el tenedor de la misma forma que tú.
Te sientes sola en esa mesa estrecha. Blanca. Anclada a una pared.
Cuando amaina la tormenta, la jodida tormenta, ocupas la posición más apartada del salón. Las manos ásperas por el detergente bajo los muslos, preparadas para impulsarte de la silla. En el televisor, ese actor de quien nunca recuerdas el nombre. Cómo podría haber sabido que a veces el asesinato puede oler a madreselva, ronronea James o Robert —«¿Fred?»— y tú con la mirada detenida en la escalera. Si bajas la guardia, alguien desmontará la empalizada.
Vas de esos peldaños a color a los de la película en blanco y negro, los que ahora descienden unos pies de mujer enfundados en zapatillas con pompones y una tobillera de oro. Las imágenes de la pantalla se apelotonan en tu radar y se funden con las del salón. Vuelves a la escalera real. Afinas los sentidos, contienes la respiración y sientes la quietud en el piso de arriba. También la quietud reverbera. Es densa y te envuelve desde los talones hasta los hombros. Si la televisión estuviera apagada, podrías escuchar su zumbido.
Una hora se pasea lenta como un manatí por la casa. Tu hermana dibuja acostada sobre su barriga una princesa, una flor, un arcoíris de cinco colores. Te incomoda que sus músculos no estén agarrotados y que sus piernecitas graviten ingenuas alrededor de las rodillas. Dices: «Son siete, siete colores». Escuchas que ella dice: «No me importa». Sientes cómo se acerca algo viscoso hacia la boca de tu estómago. Dices: «Si no tiene siete, no es un arcoíris». Escuchas: «Sí lo es, porque yo quiero».
Odias, no su calma, sino la indiferencia. La espesura trepa por tu esófago y alcanza la campanilla como un barco frío. Quieres sacarla a cachetadas de esa ingenuidad. Desvelarle que tu padre, que su padre; contarle cómo él, antes, a veces; de dónde el miedo si supieras descifrarlo tan bien como hacer una bechamel. Lanzarle a la vida antes de ella y antes de esta otra casa a la que perteneces durante quince días en verano, algún fin de semana, la noche de Reyes en la que tus regalos son solo préstamo. Estallar ese globo en el que vive y que le permite comer macarrones como si nada: tus macarrones, los macarrones de tu madre, que no es la suya.
Ves cómo tu mano le roba uno de los lápices de colores y se lanza sobre el dibujo para emborronarlo con una imprecisión ruidosa. No puedes hacer nada para evitarlo. «Son-siete-aunque-no-quieras» triturándose entre tus dientes. Comienza a llorar y se retuerce en el suelo como un cachorro herido. La niña más niña se levanta en dos movimientos espasmódicos y cruza el salón con lo poco que ha quedado indemne en el folio. Te tragas el barco frío como si fueras el horizonte y lo hundes con toda la tripulación en bilis y restos de salsa rosácea y pasta mal digerida justo antes de verla desaparecer escaleras arriba.
Te abrazas en el sofá justo a tiempo de ver cómo James o Robert, o definitivamente Fred, muere sentado en el quicio de una puerta abierta, con un cigarro en la boca que busca una cerilla que lo prenda.
Tú sólo querías el verano, aunque oliera a madreselva.
Y sucede que esto también pasará. Que el estómago también se entrena.