Cualquiera hubiera seleccionado alguno de sus poemas publicados y premiados a nivel nacional (todos los tenían) y preparado una tortilla de patata (nunca falla) o comprado una empanada de atún en un obrador (que pilla de camino). Y, evidentemente, es lo que hicieron. Eso, y disfrutar de la espera.
Pero no, yo no.
Casi sin aliento me enfrasqué en encontrar algún cadáver que ya hubiera escrito y que mereciera la pena desenterrar. Realizar su autopsia. Hurgar en la herida y extraer sus órganos. Analizar cada palabra. Tomarle el pulso. Desempolvé un texto - ¿era de antes del bebé? ¿hubo un antes? - y me enfrasqué en él durante varias horas, las suficientes para darme cuenta de que poco latía por esas vísceras. Lo que me llevó, inevitablemente, a mi única salida: el despiste.
A lo McGuffin hitchcockiano decidí elaborar un plato tan delicioso que lograra que se olvidaran de que me habían invitado por otra razón. Y si no era así, debía asegurarme de que todos estuvieran contentos antes de ponerme allí de pie, a boca llena. Me habían dado un guion aproximado de la noche con lo que sabía que la lectura se realizaría después de cenar. El hambre eriza. “No se puede obrar prudentemente si se tiene vacío el estómago” dejó dicho Mary Anne Evans.Tenían que estar saciados y alegres -de eso bien se encargaría el vino-. El buen sabor de boca debía durar hasta mi lectura.
Un postre. Haría un postre.
“Tartaletas rellenas de franchipán con pistacho e higos”, me dijo Ottolenghi a lo Gusteau de Ratatouille. La receta era lo suficientemente sencilla para no fracasar en el intento y lo bastante elaborada como para impresionar discretamente a los invitados. Eso del franchipán podría darme pie, además, a contar una anécdota dado mi innato talento de desconocer los ángulos cóncavos y convexos de cada realidad sectorial.
Horno infernal en pleno agosto malagueño. La masa de las tartaletas que se reblandece por mucha nevera que le eche encima, el punto de la crema que corre más que yo, el moldeado -en esto soy tan torpe y bienintencionada como un niño de tres años-, la inesperada turgencia de los frutos... El dichoso postre -gracias, Yotam- me llevó todo el día. No pintaba mal. Al menos, mejor que mi poema.
Orgullosa con mi bandeja, con el texto impreso en un bolsillo, salí de casa dejando atrás un aroma a almendra parecido, supongo, al que el perfumista italiano Frangipani dejaba tras de sí por las calles de París en el XVII. Por ello los pasteleros franceses le pusieron su nombre a la aromática crema de almendras que utilizaban como relleno para muchas de sus elaboraciones. Esa era la anécdota. Menos mal que nadie preguntó.
Comieron y bebieron bajo el olivo que reina desinteresadamente el patio de los anfitriones. Desaparecía la tortilla, volaban las croquetas de la madre de alguien, sobrevivía algún trozo de empanada y llegaba la hora de las tartaletas. Asentían con la cabeza escritores y poetas mientras masticaban sin métricas el postre. Engullían frangipane e higos y yo me sentía hechicera, la Tita de Esquivel. “Comed, comed…”, pensaba satisfecha mientras miraba de reojo el atril en el jardín. Hojas de olivo en el árbol, en el césped, en mi bolsillo.
Meidung. El rechazo de toda una congregación hacia uno de sus miembros por incumplir una ley. Ignorarlo. Negar su existencia. Permanecer impasible ante su presencia. Descubrí este término que usan y practican los amish en El verano sin hombres de Siri Hustvedt. Ella lo llamaba “una muerte lenta”. Yo, terror adulto. Y solo se me ocurrió hacer de comer para evitarlo.
Aquella noche no vimos ni una sola estrella fugaz. Todos me felicitaron por las tartaletas de Ottolenghi que no he vuelto a preparar. Me volvieron a invitar al año siguiente. Desconozco la razón.