Hace unos artículos atrás, escribía sobre la turra de las freidoras de aire. Sobre cómo este pequeño electrodoméstico se ha convertido en toda una sensación para la cocina casera, y sobre cómo plataformas como Instagram no son más que escenarios donde, con o sin freidora en mano, el acto de cocinar ha sufrido un decadente proceso de transformación. Recetas, cocinas y cocineros idiotizados, raudos y veloces, elaboraciones vacías y contadas bajo hilos musicales que, a la par, dejan bastante que desear. Bien, sirva este resumen exprés para ponerte un poco en contexto si no me leíste.
¿Entonces otra vez con la turra de las freidoras de aire? Pues sí, otra vez. Porque a raíz de mi opinión sobre este pequeño diablillo culinario que nos fríe cosas/comida pensando en nuestra salud y en nuestra calidad de vida, me han llegado comentarios de personas que no ven del todo claro que opine sobre algo que yo no uso, ni he usado, ni -insisto- pretendo usar en un futuro cercano. La resistencia, como quienes -que sepamos- no hemos pasado el Covid.
El argumento de quienes defienden este aparatejo es que no solo es un sustituto saludable de las clásicas fritangas, sino que además te sirve de horno, pero en versión mini, por lo que gastas menos. Que te haces unas magdalenas en un plis, ahorras tiempo, luz y dinero. Todo ventajas. Mi opinión es que, si quieres hornear, pues puedes usar el horno que para eso existe. Pero oye, hay que amortizar el aparato y si resulta que hornea, pues a hornear se ha dicho.
¿Recuerdas cuando se anunciaban lavadoras, aspiradoras y otros electrodomésticos dedicados a que la mujer pudiera tener más tiempo libre? Entendiendo “libre” por limpiar, coser, marido, compra, hijos. Pues -marcando las distancias sociales, históricas y económicas entre aquellos años y el momento actual, por supuesto-, me persigue la sensación de que con la freidora y compañía estamos volviendo a lanzar mensajes donde el ocio y el disfrute se desvinculan absolutamente de la cocina, aunque pueda parecer lo contrario bajo ese espejismo de canciones rápidas, recetas resultonas e instagramers felices.
El gozo y el arte de cocinar desaparecen para dar paso a una actividad totalmente robotizada, donde no hay más misterio que el de darle a un botón, cerrar y abrir, seguir un vídeo exprés de YouTube o Instagram. Meter, sacar, foto, pim pam, y a otra cosa mariposa. O sea, ¿de qué va esto? ¿De creerse un súper chef de la noche a la mañana? ¿De presumir frente a nuestras madres y abuelas? Porque, claro, qué poco se hubieran quejado entonces y cuántas horas de esclavización en la cocina se hubieran ahorrado si para su cumpleaños hubieran tenido una freidora de aire o una “loquesea-mix”.
Insisto en que no estoy demonizando que la tecnología nos permita vivir mejor, tampoco soy idiota, pero cómo entendamos la utilidad de este tipo de aparatos no solo es algo que va en detrimento de la cocina casera, la paciencia culinaria y las recetas de antaño hechas con amor, sabor y consciencia -como decía-, sino también del mensaje que hay detrás y a quién se dirige.
En serio, ya está, paremos de robotizar la cocina. Dejemos un legado culinario a las generaciones venideras mucho más interesante que todo eso, que esa tentadora promesa de la que te hablaba en mi anterior artículo: dos ingredientes, cinco minutos, light, bueno, fácil y rápido.